Todo en acto: el misterio está presente, llevándose a cabo. Entro en cada uno...los actores lo vuelven a vivir...desde mí y yo descubro el amor, la sabiduría, etc de Dios en cada uno
IMG-20180101-WA0056

Los 20 Misterios del Rosario (ESCRITOS POR MARIA VALTORTA)

MISTERIOS GOZOSOS: (se rezan los lunes y sábados)

1o La Anunciación del Ángel a la Virgen María y la Encarnación del Hijo de Dios 2o La visita de María Santísima a su prima Santa Isabel 3o El nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo en el portal de Belén 4o La presentación del Niño Jesús en el Templo 5o El Niño Jesús, perdido y hallado en el Templo

MISTERIOS LUMINOSOS: (se rezan los jueves)

1o El Bautismo de Jesús en el río Jordán 2o La autorrevelación de Jesús en las Bodas de Caná 3o El anuncio de Jesús sobre el Reino de Dios y su invitación a la conversión 4o La Transfiguración de Jesús en el Monte Tabor 5o Jesús instituye la Eucaristía

MISTERIOS DOLOROSOS: (se rezan los martes y viernes)

1o La oración de Jesús en el Huerto de los Olivos 2o La Flagelación de Nuestro Señor 3o La Coronación de espinas 4o Jesús con la Cruz a cuestas camino al Calvario 5o La Crucifixión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo

MISTERIOS GLORIOSOS: (se rezan los miércoles y domingos)

1o La Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo 2o La Ascensión de Nuestro Señor a los cielos 3o La venida del Espíritu Santo sobre María Santísima y sobre los Apóstoles 4o La Asunción de María Santísima a los cielos 5o La Coronación de María Santísima como Reina y Señora de todo lo creado

MISTERIOS GOZOSOS: (se rezan los lunes y sábados)

1o La Anunciación del Ángel a la Virgen María y la Encarnación del Hijo de Dios

Lo que veo. María, muchacha jovencísima (al máximo quince años a juzgar por su aspecto), está en una pequeña habitación rectangular; verdaderamente, una habitación de jovencita. Contra una de las dos paredes más largas, está el lecho: una cama baja, sin cuja, cubierta por gruesas esteras o tapetes -diríase que éstos están extendidos sobre una tabla o sobre un entramado de cañas porque están muy rígidos y sin pliegues como los de nuestras camas-. Contra la otra pared, un estante con una lámpara de aceite, unos rollos de pergamino y una labor de costura –parece un bordado- cuidadosamente doblada.

A uno de los lados del estante, hacia la puerta, que da al huerto, abierta ahora, aunque tapada por una cortina que palpita movida por un ligero vientecillo, en un taburete bajo está sentada la Virgen. Está hilando un lino candidísimo y suave como la seda. Sus manitas, sólo un poco más oscuras que el lino, hacen girar rápidamente el huso. Su carita juvenil, preciosa, está ligeramente inclinada y ligeramente sonriente, como si estuviera acariciando o siguiendo algún dulce pensamiento.

Hay un gran silencio en la casita y en el huerto. Y mucha paz, tanto en la cara de María como en el espacio que la rodea. Paz y orden. Todo está limpio y ordenado. La habitación, de humildísimo aspecto y mobiliario, casi desnuda como una celda, tiene un aire austero y regio, debido a su gran limpieza y a la cuidadosa colocación de la cobertura del lecho, de los rollos, de la lámpara y del jarroncito de cobre que está cerca de ésta con un haz de ramitas floridas dentro, ramitas de melocotonero o de peral, no lo sé; lo que sí está claro es que son de árboles frutales, de un blanco ligeramente rosado.

María comienza a cantar en voz baja. Luego alza ligeramente la voz. No llega al pleno canto, pero su voz ya vibra en la habitación, sintiéndose en aquélla una vibración del alma. No entiendo la letra, que sin duda es en hebreo, pero, dado que, de vez en cuando repite ―Yeohvah‖, intuyo que se trata de algún canto sagrado, acaso un salmo. Quizás María recuerda los cantos del Templo. Debe tratarse de un dulce recuerdo. Efectivamente, deja sobre su regazo sus manos, y con ellas el hilo y el huso, y levanta la cabeza para apoyarla en la pared, hacia atrás. Su rostro está encendido de un lindo rubor; los ojos, perdidos tras algún dulce pensamiento, brillantes por un golpe de llanto, que no los rebosa pero sí los agranda. Y, a pesar de todo, los ojos ríen, sonríen ante ese pensamiento que ven y que los abstrae de lo sensible. Resaltando de su vestido blanco sencillísimo, circundado por las trenzas, que lleva recogidas como corona en torno a la cabeza, el rostro rosado de María parece una linda flor.

El canto pasa a ser oración: ―Señor Dios Altísimo, no te demores más en mandar a tu Siervo para traer la paz a la tierra. Suscita el tiempo propicio y la virgen pura y fecunda para la venida de tu Cristo. Padre, Padre santo, concédele a tu sierva ofrecer su vida para esto. Concédeme morir tras haber visto tu Luz y tu Justicia en la Tierra, sabiendo que la Redención se ha cumplido. ¡Oh, Padre Santo, manda a la Tierra el Suspiro de los Profetas! Envía el Redentor a tu sierva. Que cuando cese mi día se me abra tu Casa por haber sido abiertas sus puertas por tu Cristo para todos aquellos que en ti hayan esperado. Ven, ven, Espíritu del Señor. Ven a los fieles tuyos que te esperan. ¡Ven, Príncipe de la Paz!…‖. María se queda así ensimismada…

La cortina late más fuerte, como si alguien la estuviera aventando con algo o quisiera descorrerla. Y una luz blanca de perla fundida con plata pura hace más claras las paredes tenuemente amarillentas, hace más vivos los colores de las telas, más espiritual el rostro alzado de María. En la luz se prosterna el Arcángel. La cortina no ha sido descorrida ante el misterio que se está verificando; es más, ya no late: pende, rígida, pegada a las jambas, separando, como una pared, el interior del exterior.

El Arcángel necesariamente debe adquirir un aspecto humano; pero es un aspecto ultra-humano. ¿De qué carne está compuesta esta figura bellísima y fulgurante? ¿Con

qué substancia la ha materializado Dios para hacerla sensible a los sentidos de la Virgen? Sólo Dios puede poseer estas sustancias y usarlas de esa manera perfecta. Es un rostro, es un cuerpo, son ojos, boca, cabellos y manos como los nuestros; pero no se trata de nuestra opaca materia: es una luz que ha tomado color de carne, de ojos, de cabellera, de labios, una luz que se mueve y sonríe y mira y habla.

―¡Salve, María, llena de Gracia, salve!‖. La voz es un dulce arpegio como de perlas chocadas contra un metal precioso.

María se estremece y baja la mirada. Su estremecimiento aumenta cuando ve a la fúlgida criatura arrodillada aproximadamente a un metro de distancia de Ella, con las manos cruzadas sobre el pecho, mirándola con una veneración infinita.

María, repentinamente, se pone en pie y aprieta su cuerpo contra la pared. Palidece y se ruboriza alternativamente. Su rostro expresa estupor y turbación. Inconscientemente aprieta sus manos contra el pecho escondiéndolas en las anchas mangas. Se recoge sobre sí misma como queriendo esconder lo más posible su cuerpo: un acto de delicado pudor.

―No. No temas. ¡El Señor está contigo! ¡Bendita tú entre todas las mujeres!‖.

A pesar de estas palabras, María sigue temiendo. ¿De dónde viene ese ser extraordinario? ¿Es un enviado de Dios, o del Engañador?

―¡No temas, María!‖ insiste el Arcángel. ―Yo soy Gabriel, el Ángel de Dios. Mi Señor me ha enviado a ti. No temas, porque has hallado gracia ante Dios. Tú concebirás en tu seno y darás a luz un Hijo, y le pondrás por nombre ―Jesús‖. Será grande, será llamado Hijo del Altísimo, y verdaderamente lo será. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará para siempre en la casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin nunca. Comprende, santa Virgen amada del Señor, Hija bendita suya, llamada a ser Madre de su Hijo, comprende qué Hijo vas a engendrar‖.

―¿Cómo puede suceder esto si yo no conozco hombre? ¿Acaso el Señor ya no acoge el ofrecimiento de su sierva? ¿Es que ya no quiere que sea virgen por amor a Él?‖.

―No vas a ser madre por obra de varón, María. Tú eres la eterna Virgen, la Santa de Dios. El Espíritu Santo descenderá sobre ti y la potencia del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso, Santo se llamará el que nacerá de ti, e Hijo de Dios. Todo lo puede el Señor, Dios nuestro. Isabel, la estéril, en su vejez ha concebido un hijo que será el Profeta de tu Hijo, el que preparará sus caminos. El Señor la ha liberado de su oprobio y su memoria quedará en las gentes unida a tu nombre, como el nombre de su hijo al de tu Hijo Santo, y hasta el final de los siglos las gentes os llamarán bienaventuradas por la gracia del Señor que habéis recibido, y a ti especialmente, María, porque habrán recibido la Gracia por medio de ti. Isabel está ya en su sexto mes, y su peso, paradójicamente, la regocija, y más aún la regocijará cuando conozca el motivo de tu gozo. Para Dios nada es imposible, María, llena de Gracia. ¿Qué debo responderle a mi Señor? No te turbe ningún tipo de pensamiento. Él tutelará tus intereses si te pones en sus manos. ¡El mundo, el Cielo, Dios eterno esperan tu respuesta!‖.

María, cruzando a su vez sus manos sobre el pecho e inclinándose con gesto reverente dice: ―He aquí la esclava de Dios. Hágase de mí según su palabra‖.

El Ángel resplandece de alegría y se pone en actitud adorante, puesto que, sin duda, ve al Espíritu de Dios descender sobre la Virgen, inclinada en gesto de adhesión; luego desaparece sin mover la cortina, dejándola cerrada cubriendo el Misterio santo.

2o La visita de María Santísima a su prima Santa Isabel

Me encuentro en un lugar montañoso. No son grandes montañas, pero tampoco puede decirse que sean simples colinas. Tienen cimas y sinuosidades ya propias de las verdaderas montañas, como las que se ven en nuestros Apeninos tosco-umbrianos. La vegetación es tupida y bonita. Abunda el agua fresca que mantiene verdes los pastos y fértiles los huertos, casi todos plantados de manzanos, higueras y vid; esta última, en torno a las casas. Debe ser primavera, como se deduce de que las uvas sean ya de un cierto volumen, como semillas de veza; y de que las flores de los manzanos asemejen a numerosas bolitas de color verde intenso; así como el hecho de que en lo alto de las ramas de las higueras hayan aparecido ya los primeros frutos, todavía en estado embrional, pero ya bien definidos. Y los prados son una verdadera alfombra esponjosa y de mil colores en que pacen, o descansan, las ovejas: manchas blancas sobre el fondo de esmeralda de la hierba.

María sube en su burrito por una vía que está en bastante buen estado, y que debe ser de primer orden. Sube, porque, efectivamente, el pueblo, de aspecto bastante ordenado, está más arriba. Mi interno consejero me dice: ―Este lugar es Hebrón‖. Usted me hablaba de Montana. Yo no sé qué hacer. A mí se me indica con este nombre. No sé si será ―Hebrón‖ toda la zona o sólo el pueblo. Yo oigo esto, y esto es lo que digo.

María está entrando en el pueblo. Atardece. Algunas mujeres, en las puertas de las casas, observan la llegada de la forastera y chismean entre sí. La siguen con la mirada y no se quedan tranquilas hasta que la ven detenerse delante de una de las casas más lindas, situada en el centro del pueblo y que tiene delante un huerto-jardín, y detrás y alrededor un huerto de árboles frutales bien cuidado, que se extiende luego dando lugar a un vasto prado que sube y baja por las sinuosidades del monte, para terminar en un bosque de altos árboles, tras el cual no sé qué más hay. Todo ello cercado por un seto de morales o rosales silvestres. No lo distingo bien porque –no sé si usted lo tiene presente- tanto la flor como el ramaje de estas matas espinosas son muy semejantes, y mientras no aparece el fruto en las ramas es fácil confundirse. En la parte delantera de la casa, es decir, por el lado paralelo al pueblo, la propiedad está cercada por un pequeño muro blanco, a lo largo de cuya parte alta hay ramas de verdaderos rosales, todavía sin flores, aunque ya llenas de capullos. En el centro, una cancilla de hierro, cerrada. Se comprende que se trata de la casa de una de las personalidades del pueblo, y de gente que vive desahogadamente, pues, efectivamente, todo en ella da signos, si no de riqueza y de pompa, sí, sin duda, de bienestar. Y mucho orden.

María se baja del burrito y se acerca a la puerta de hierro. Mira por entre las barras. No ve a nadie. Entonces trata de que la oigan. Una mujercita (la más curiosa de todas, que la ha seguido) le hace señales para que se fije en un extraño objeto que sirve

para llamar: dos piezas de metal dispuestas en equilibrio en una especie de yugo, las cuales, moviendo el yugo con una gruesa cuerda, chocan entre sí haciendo el sonido de una campana o de un gong.

María tira de la cuerda, pero lo hace de forma tan delicada que el sonido es sólo un ligero tintineo que nadie oye. Entonces la mujercita, una viejecilla toda ella nariz y barbilla puntiaguda, y con una lengua que vale por diez juntas, se agarra a la cuerda y se pone a tirar, a tirar, a tirar. Una llamada que despertaría a un muerto. ―Se hace así, mujer. Si no, ¿cómo va a querer que la oigan? Sepa que Isabel es anciana, y también Zacarías. Y ahora, además se sordo, está mudo. Los dos sirvientes son también viejos, ¿sabe? ¿Ha venido alguna otra vez? ¿Conoce a Zacarías? ¿Es usted…?‖.

Aparece un viejecillo renco que salva a María de este diluvio de informaciones y preguntas. Debe ser jardinero o labrador. Lleva en la mano un pequeño rastrillo y una hoz atada a la cintura. Abre. María entra mientras le da las gracias a la mujer, pero… ¡ay!, la deja sin respuesta. ¡Qué desilusión para la curiosa!

Nada más entrar, dice: ―Soy María de Joaquín y Ana, de Nazaret. Prima de vuestros señores‖.

El viejecillo inclina la cabeza y saluda, luego da una voz: ―¡Sara! ¡Sara!‖. Y abre otra vez la verja para coger el borriquillo, que se había quedado afuera porque María, para librarse de la pegajosa mujercita, se había colado dentro muy rápida, y el jardinero, tan rápidamente como Ella, había cerrado la verja delante de las narices de la chismosa. Pasa al burro y, mientras lo hace, dice: ―¡Ah…, gran dicha y gran desgracia para esta casa! El Cielo ha concedido un hijo a la estéril. ¡Bendito sea por ello el Altísimo! Pero Zacarías volvió de Jerusalén mudo hace ya siete meses. Se hace entender con gestos, o escribiendo. ¿Ha tenido noticia de ello? Mi señora en medio de esta alegría y este dolor, la ha echado mucho de menos. Siempre hablaba de usted con Sara. Decía: ―¡Si estuviese aquí conmigo mi pequeña María…! Si hubiera seguido ahora en el Templo, habría enviado a Zacarías a traerla. Pero el Señor ha querido que fuese la esposa de José de Nazaret. Sólo Ella podría consolarme en este dolor y ayudarme a rezar a Dios, porque todo en Ella es bondad. En el Templo todos la echan de menos y están tristes. La pasada fiesta, cuando fui con Zacarías la última vez a Jerusalén a dar gracias a Dios por haberme dado un hijo, oí de sus maestras estas palabras:  ̳Al Templo parecen faltarle los querubines de la Gloria desde que la voz de María no suena ya entre estas paredes‘‖. ¡Sara! ¡Sara! Mi mujer es un poco sorda. Ven, ven, que te llevo yo‖.

En vez de Sara, aparece, en la parte alta de una escalera adosada a un lado de la casa, una mujer ya muy anciana, ya llena de arrugas, con el pelo muy canoso –pero que ha debido ser negrísimo, a juzgar por lo negras que tiene las pestañas y las cejas y por el color moreno de su cara-. Contrasta en modo extraño, con su visible vejez, su estado, ya muy patente, a pesar de la ropa amplia y suelta que lleva. Mira protegiéndose los ojos de la luz con la mano. Reconoce a María. Levanta los brazos hacia el cielo con una exclamación de asombro y de alegría, y se apresura, en la medida en que puede, hacia abajo al encuentro de la recién llegada. Y María –cuyos movimientos son siempre moderados- esta vez se echa a correr rápida como un cervatillo y llega al pie de la escalera al mismo tiempo que Isabel. Y recibe en su pecho con viva efusión de afecto a su prima, que, al verla, llora de alegría.

Permanecen abrazadas un momento. Luego Isabel se separa con una exclamación de dolor y alegría al mismo tiempo, y se lleva las manos al abultado vientre. Agacha la cabeza, palideciendo y sonrojándose alternativamente. María y el sirviente extienden los brazos para sujetarla, pues ella vacila como si se sintiera mal.

Pero Isabel, después de un minuto de estar como recogida dentro de sí, alza su rostro, tan radiante que parece rejuvenecido, mira a María sonriendo con veneración como si estuviera viendo un ángel y se inclina en un intenso saludo diciendo: ―¡Bendita tú entre todas las mujeres! ¡Bendito el Fruto de tu vientre! (lo dice así, dos frases bien separadas) ¿Cómo he merecido que venga a mí, sierva tuya, la Madre de mi Señor? Sí, ante el sonido de tu voz, el niño ha saltado en mi vientre como jubiloso, y cuando te he abrazado el Espíritu del Señor me ha dicho una altísima verdad en el corazón. ¡Dichosa tú, porque has creído que a Dios le fuera posible lo que posible no aparece a la humana mente! ¡Bendita tú, que por tu fe harás realidad lo que te ha sido predicho por el Señor y fue predicho a los Profetas para este tiempo! ¡Bendita tú, por la Salud que engendras para la estirpe de Jacob! ¡Bendita tú, por haber traído la Santidad a este hijo mío que siento saltar de júbilo en mi vientre como cabritillo alborozado porque se siente liberado del peso de la culpa, llamado a ser el precursor, santificado antes de la Redención por el Santo que se está desarrollando en ti!‖.

María, con dos lágrimas como perlas, que le bajan desde los risueños ojos hasta la boca sonriente, el rostro alzado hacia el cielo, levantados también los brazos, en la posición que luego tantas veces tendrá su Jesús, exclama: ―El alma mía magnifica a su Señor‖ y continúa el cántico como nos ha sido transmitido. Al final, en el versículo: ―Ha socorrido a Israel, su siervo etc.‖, recoge las manos sobre el pecho y se arrodilla muy curvada hacia el suelo adorando a Dios.

El sirviente, cuando había visto que Isabel no se sentía mal y que quería manifestar su pensamiento a María, se había retirado prudentemente; ahora vuelve del huerto acompañado de un anciano de aspecto majestuoso, de barba y pelo enteramente blancos, el cual, con vistosos gestos y sonidos guturales, saluda desde lejos a María.

―Zacarías está llegando‖ dice Isabel tocando en el hombro a la Virgen, que está orando absorta. ―Mi Zacarías está mudo. Está bajo sanción divina por no haber creído. Ya te contaré luego. Ahora espero en el perdón de Dios porque has venido tú; tú, llena de Gracia‖.

María se levanta. Va hacia Zacarías. Se inclina hasta el suelo ante él. Le besa la orla de la vestidura blanca que le cubre hasta los pies. Esta vestidura es muy amplia y está sujeta a la cintura por una ancha franja bordada.

Zacarías, con gestos, da la bienvenida a María, y juntos van donde Isabel. Entran todos en una vasta habitación, muy bien puesta, de la planta baja. Ofrecen asiento a María y mandan que le sirvan una taza de leche recién ordeñada –todavía tiene la espuma- y unas pequeñas tortas.

Isabel da órdenes a la sirvienta, quien, embadurnadas de harina todavía las manos y el pelo más blanco de cuanto en realidad lo es, por la harina que tiene, por fin ha hecho acto de presencia. Quizás estaba haciendo el pan. Da órdenes también al sirviente

–al que oigo llamar Samuel- para que lleve el baulillo de María a la habitación que le indica. Todos los deberes de una señora de casa para con su huésped.

Entretanto, María responde a las preguntas que Zacarías le hace escribiendo con un estilo en una tablilla encerada. Por las respuestas, comprendo que le está preguntando por José y por cómo se encuentra siendo su prometida. Y comprendo también que a Zacarías le es negada toda luz sobrenatural acerca de la gravidez de María y su condición de Madre del Mesías. Es Isabel quien, acercándose a su marido y poniéndole con amor una mano en el hombro, como para hacerle una casta caricia, le dice: ―María también es madre. Regocíjate por su felicidad‖. Y no dice nada más. Mira a María; y María la mira, pero no la invita a decir nada más, por lo cual guarda silencio.

3o El nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo en el portal de Belén

EL VIAJE A BELÉN

Veo un camino principal. Viene por él mucha gente. Borriquillos cargados de utensilios y de personas. Borriquillos que regresan. La gente los espolea. Quien va a pie, va aprisa porque hace frío.

El aire es limpio y seco. El cielo está sereno, pero tiene ese frío cortante de los días invernales. La campiña sin hojas parece más extensa, y los pastizales apenas si tienen hierba un poco crecida, quemada con los vientos invernales; en los pastizales las ovejas buscan algo de comer y buscan el sol que poco a poco se levanta; se estrechan una a la otra, porque también ellas tienen frío y balan levantando su trompa hacia el sol como si le dijesen: ―Baja pronto, ¡que hace frío!―. El terreno tiene ondulaciones que cada vez son más claras. Es en realidad un terreno de colinas. Hay concavidades con hierba lo mismo que valles pequeños. El camino pasa por en medio de ellos y se dirige hacia el sureste.

María viene montada en un borriquillo gris. Envuelta en un manto pesado. Delante de la silla está el arnés que llevó en el viaje a Hebrón, y sobre el cofre van las cosas necesarias. José camina a su lado, llevando la rienda. ¿Estás cansada?: le pregunta de cuando en cuando.

María lo mira. Le sonríe. Le contesta: «No.» A la tercera vez añade: «Más bien tu debes sentirte cansado con el camino que hemos hecho.»

«¡Oh, yo ni por nada! Creo que si hubiese encontrado otro asno, podrías venir más cómoda y caminaríamos más pronto. Pero no lo encontré. Todos necesitan en estos días de una cabalgadura. Lo siento. Pronto llegaremos a Belén. Más allá de aquel monte está Efrata.» Ambos guardan silencio. La Virgen, cuando no habla, parece como si se recogiese en plegaria. Dulcemente se sonríe con un pensamiento que entreteje en sí misma. Si mira a la gente, parece como si no viera lo que hay: hombres, mujeres, ancianos, pastores ricos, pobres, sino lo que Ella sola ve.

«¿ Tienes frío?» pregunta José, porque sopla el aire. «No. Gracias.»

Pero José no se fía. Le toca los pies que cuelgan al lado del borriquillo, calzados con sandalias y que apenas si se dejan ver a través del largo vestido. Debe haberlos sentido fríos, porque sacude su cabeza y se quita una especie de capa pequeña, y la pone en las rodillas de María, la extiende sobre sus muslos, de modo que sus manitas estén bien calientes bajo ella y bajo el manto.

Encuentran a un pastor que atraviesa con su ganado de un lado a otro. José se le acerca y le dice algo. El pastor dice que sí, José toma el borriquillo y lo lleva detrás del ganado que está paciendo. El pastor toma una rústica taza de su alforja y ordeña una robusta oveja. Entrega a José la taza que la da a María.

«Dios os bendiga» dice María. «A ti por tu amor, y a ti por tu bondad. Rogaré por ti.»

«¿ Venís de lejos?»

«De Nazaret» responde José.

«¿Y vais?»

«A Belén.»

«El camino es largo para la mujer en este estado. ¿Es tu mujer?»

«Sí.»

«¿Tenéis a donde ir?»

«No.»

«¡Va mal todo! Belén está llena de gente que ha llegado de todas partes para empadronarse o para ir a otras partes. No sé si encontréis alojo. ¿Conoces bien el lugar?» «No muy bien.»

«Bueno.. . te voy a enseñar… porque se trata de Ella (y señala a María). Buscad el alojo. Estará lleno. Te lo digo para darte una idea. Está en una plaza. Es la más grande. Se llega a ella por este camino principal. No podéis equivocaros. Delante de ella hay una fuente. El albergue es grande y bajo con un gran portal. Estará lleno. Pero si no podéis alojaros en él o en alguna casa, dad vuelta por detrás del albergue, como yendo a la campiña. Hay apriscos en el monte. Algunas veces los mercaderes que van a Jerusalén los emplean como albergue. Hay apriscos en el monte, no lo olvidéis: húmedos, fríos y sin puerta, pero siempre son un refugio, porque la mujer… no puede quedarse en la mitad del camino. Tal vez allí encontréis un lugar… y también heno para dormir y para el asno. Que Dios os acompañe.»

«Y a ti te dé su alegría» responde la Virgen. José por su parte dice: «La paz sea contigo.» Vuelve a continuar su camino. Una concavidad más extensa se deja ver desde la cresta a la que han llegado. En la concavidad, arriba y abajo, a lo largo de las suaves pendientes que la rodean, se ven casas y casas. Es Belén.

«Hemos llegado a la tierra de David, María. Ahora vas a descansar. Me parece que estás muy cansada…»

«No. Pensaba yo… estoy pensando…» María aprieta la mano de José y le dice con una sonrisa de bienaventurada: «Estoy pensando que el momento ha llegado.»

«¡Que Dios nos socorra! ¿Qué vamos a hacer?»

«No temas, José. Ten constancia. ¿Ves qué tranquila estoy yo?»

«Pero sufres mucho.»

«¡Oh no!». Me encuentro llena de alegría. Una alegría tal, tan fuerte, tan grande, incontenible, que mi corazón palpita muy fuerte y me dice: «¡Va a nacer! ¡Va a nacer!» Lo dice a cada palpitar. Es mi Hijo que toca a mi corazón y que dice: «Mamá: ya vine. Vengo a darte un beso de parte de Dios. ¡Oh, qué alegría, José mío!»

Pero José no participa de la misma alegría. Piensa en lo urgente que es encontrar un refugio, y apresura el paso. Puerta tras puerta pide alojo. Nada. Todo está ocupado. Llegan al albergue. Está lleno hasta en los portales, que rodean el patio interior.

José deja a María que sigue sentada sobre el borriquillo en el patio y sale en busca de algunas otras casas. Regresa desconsolado. No hay ningún alojo. El crepúsculo invernal pronto se echa encima y empieza a extender sus velos. José suplica al dueño del albergue. Suplica a viajeros. Ellos son varones y están sanos. Se trata ahora de una mujer próxima a dar a luz. Que tengan piedad. Nada. Hay un rico fariseo que los mira con manifiesto desprecio, y cuando María se acerca, se separa de ella como si se hubiera acercado una leprosa. José lo mira y la indignación le cruza por la cara. María pone su mano sobre la muñeca de José para calmarlo. Le dice: «No insistas. Vámonos. Dios proveerá.»

Salen. Siguen por los muros del albergue. Dan vuelta por una callejuela metida entre ellos y casuchas. Le dan vuelta. Buscan. Allí hay algo como cuevas, bodegas, más bien que apriscos, porque son bajas y húmedas. Las mejores están ya ocupadas. José se siente descorazonado.

«Oye, galileo» le grita por detrás un viejo. «Allá en el fondo, bajo aquellas ruinas, hay una cueva. Tal vez no haya nadie.»

Se apresuran a ir a esa cueva. Y que si es una madriguera. Entre los escombros que se ven hay un agujero, más allá del cual se ve una cueva, una madriguera excavada en el monte, más bien que gruta. Parece que sean los antiguos fundamentos de una vieja construcción, a la que sirven de techo los escombros caídos sobre troncos de árboles.

Como hay muy poca luz y para ver mejor, José saca la yesca y prende una candileja que toma de la alforja que trae sobre la espalda. Entra y un mugido lo saluda. «Ven, María. Está vacía. No hay sino un buey.» José sonríe. «Mejor que nada…»

María baja del borriquillo y entra.

José puso ya la candileja en un clavo que hay sobre un tronco que hace de pilar. Se ve que todo está lleno de telarañas. El suelo, que está batido, revuelto, con hoyos, guijarros, desperdicios, excrementos, tiene paja. En el fondo, un buey se vuelve y mira con sus quietos ojos. Le cuelga hierba del hocico. Hay un rústico asiento y dos piedras en un rincón cerca de una hendidura. Lo negro del rincón dice que allí suele hacerse fuego. María se acerca al buey. Tiene frío. Le pone las manos sobre su pescuezo para sentir lo tibio de él. El buey muge, pero no hace más, parece como si comprendiera. Lo mismo cuando José lo empuja para tomar mucho heno del pesebre y hacer un lecho para María -el pesebre es doble, esto es, donde come el buey, y arriba una especie de estante con heno de repuesto, y de este toma José- no se opone. Hace lugar aun al borriquillo que cansado y hambriento, se pone al punto a comer. José voltea también un cubo con abolladuras. Sale, porque afuera vio un riachuelo, y vuelve con agua para el borriquillo. Toma un manojo de varas secas que hay en un rincón y se pone a limpiar un poco el suelo. Luego desparrama el heno. Hace una especie de lecho, cerca del buey, en el rincón más seco y más defendido del viento. Pero siente que está húmedo el heno y suspira. Prende fuego, y con una paciencia de trapista, seca poco a poco el heno junto al fuego. María sentada en el banco, cansada, mira y sonríe. Todo está ya pronto. María se acomoda lo mejor que puede sobre el muelle de heno, con las espaldas apoyadas contra un tronco. José adorna todo aquel… ajuar, pone su manto como una cortina en la entrada que hace de puerta, una defensa muy pobre. Luego da a la Virgen pan y queso, y le da a beber agua de una cantimplora. «Duerme ahora» le dice. «Yo velaré para que el fuego no se apague. Afortunadamente hay leña. Esperamos que dure y que arda. Así podemos ahorrar el aceite de la lámpara.»

María obediente se acuesta. José la cubre con el manto de ella, y con la capa que tenía antes en los pies.

«Pero tú vas a tener frío…»

«No, María. Estoy cerca del fuego. Trata de descansar. Mañana será mejor.»

María cierra los ojos. No insiste. José se va a su rincón. Se sienta sobre una piedra, con pedazos de leña cerca. Pocos, que no durarán mucho por lo que veo.

Están del siguiente modo: María a la derecha con las espaldas a la… puerta, semi- escondida por el tronco y por el cuerpo del buey que se ha echado en tierra. José a la izquierda y hacia la puerta, por lo tanto, diagonalmente, y así su cara da al fuego, con las espaldas a María. Pero de vez en vez se voltea a mirarla y la ve tranquila, como si durmiese. Despacio rompe las varas y las echa una por una en la hoguera pequeña para que no se apague, para que dé luz, y para que la leña dure. No hay más que el brillo del

fuego que ahora se reaviva, ahora casi está por apagarse. Como está apagada la lámpara de aceite, en la penumbra resaltan sólo la figura del buey, la cara y manos de José. Todo lo demás es un montón que se confunde en la gruesa penumbra.

NACIMIENTO DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO (Escrito el 6 de junio de 1944)

Veo el interior de este pobre albergue rocoso que María y José comparten con los animales. La pequeña hoguera está a punto de apagarse, como quien la vigila a punto de quedarse dormido. María levanta su cabeza de la especie de lecho y mira. Ve que José tiene la cabeza inclinada sobre el pecho como si estuviese pensando, y está segura que el cansancio ha vencido su deseo de estar despierto. ¡Qué hermosa sonrisa le aflora por los labios! Haciendo menos ruido que haría una mariposa al posarse sobre una rosa, se sienta, y luego se arrodilla. Ora. Es una sonrisa de bienaventurada la que llena su rostro. Ora con los brazos abiertos no en forma de cruz, sino con las palmas hacia arriba y hacia adelante, y parece como si no se cansase con esta posición. Luego se postra contra el heno orando más intensamente. Una larga plegaria.

José se despierta. Ve que el fuego casi se ha apagado y que el lugar está casi oscuro. Echa unas cuantas varas. La llama prende. Le echa unas cuantas ramas gruesas, y luego otras más, porque el frío debe ser agudo. Un frío nocturno invernal que penetra por todas las partes de estas ruinas. El pobre José, como está junto a la puerta -llamemos así a la entrada sobre la que su manto hace las veces de puerta- debe estar congelado. Acerca sus manos al fuego. Se quita las sandalias y acerca los pies al fuego. Cuando ve que éste va bien y que alumbra lo suficiente, se da media vuelta. No ve nada, ni siquiera lo blanco del velo de María que formaba antes una línea clara en el heno oscuro. Se pone de pie y despacio se acerca a donde está María.

«¿ No te has dormido?» le pregunta. Y por tres veces lo hace, hasta que Ella se estremece, y responde: «Estoy orando.»

«¿Te hace falta algo?»

«Nada, José.»

«Trata de dormir un poco. Al menos de descansar.»

«Lo haré. Pero el orar no me cansa.»

«Buenas noches, María.»

«Buenas noches, José».

María vuelve a su antigua posición. José, para no dejarse vencer otra vez del sueño, se pone de rodillas cerca del fuego y ora. Ora con las manos juntas sobre la cara. Las mueve algunas veces para echar más leña al fuego y luego vuelve a su ferviente plegaria. Fuera del rumor de la leña que chisporrotea, y del que produce el borriquillo que algunas veces golpea su pezuña contra el suelo, otra cosa no se oye.

Un rayo de luna se cuela por entre una grieta del techo y parece como hilo plateado que buscase a María. Se alarga, conforme la luna se alza en lo alto del cielo, y finalmente la alcanza. Ahora está sobre su cabeza que ora. La nimba de su candor.

María levanta su cabeza como si de lo alto alguien la llamase, nuevamente se pone de rodillas. ¡Oh, qué bello es aquí! Levanta su cabeza que parece brillar con la luz blanca de la luna, y una sonrisa sobrehumana transforma su rostro. ¿Qué cosa está viendo? ¿Qué oyendo? ¿Qué cosa experimenta? Solo Ella puede decir lo que vio, sintió y experimentó en la hora dichosa de su Maternidad. Yo solo veo que a su alrededor la luz aumenta, aumenta, aumenta. Parece como si bajara del cielo, parece como si manara de las pobres cosas que están a su alrededor, sobre todo parece como si de Ella procediese.

Su vestido azul oscuro, ahora parece estar teñido de un suave color de miosotis, sus manos y su rostro parecen tomar el azulino de un zafiro intensamente pálido puesto al fuego. Este color, que me recuerda, aunque muy tenue, el que veo en las visiones del santo paraíso, y el que vi en la visión de cuando vinieron los Magos, se difunde cada vez más sobre todas las cosas, las viste, purifica, las hace brillantes.

La luz emana cada vez con más fuerza del cuerpo de María; absorbe la de la luna, parece como que Ella atrajese hacia sí la que le pudiese venir de lo alto. Ya es la Depositaria de la Luz. La que será la Luz del mundo. Y esta beatífica, incalculable, inconmensurable, eterna, divina Luz que está para darse, se anuncia con un alba, una alborada, un coro de átomos de luz que aumentan, aumentan cual marea, que suben, que suben cual incienso, que bajan como una avenida, que se esparcen cual un velo…

La bóveda, llena de agujeros, telarañas, escombros que por milagro se balancean en el aire y no se caen; la bóveda negra, llena de humo, apestosa, parece la bóveda de una sala real. Cualquier piedra es un macizo de plata, cualquier agujero un brillar de ópalos, cualquier telaraña un preciosismo baldaquín tejido de plata y diamantes. Una lagartija que está entre dos piedras, parece un collar de esmeraldas que alguna reina dejara allí; y unos murciélagos que descansan parecen una hoguera preciosa de ónix. El heno que sale de la parte superior del pesebre, no es más hierba, es hilo de plata y plata pura que se balancea en el aire cual se mece una cabellera suelta.

El pesebre es, en su madera negra, un bloque de plata bruñida. Las paredes están cubiertas con un brocado en que el candor de la seda desaparece ante el recamo de perlas en relieve; y el suelo… ¿ qué es ahora? Un cristal encendido con luz blanca; los salientes parecen rosas de luz tiradas como homenaje a él; y los hoyos, copas preciosas de las que broten aromas y perfumes.

La luz crece cada vez más. Es irresistible a los ojos. En medio de ella desaparece, como absorbida por un velo de incandescencia, la Virgen… y de ella emerge la Madre.

Sí. Cuando soy capaz de ver nuevamente la luz, veo a María con su Hijo recién nacido entre los brazos. Un Pequeñín, de color rosado y gordito, que gesticula y mueve sus manitas gorditas como capullo de rosa, y sus piecitos que podrían estar en la corola de una rosa; que llora con una vocecita trémula, como la de un corderito que acaba de nacer, abriendo su boquita que parece una fresa selvática y que enseña una lengüita que se mueve contra el paladar rosado; que mueve su cabecita tan rubia que parece como si

no tuviese ni un cabello, una cabecita redonda que la Mamá sostiene en la palma de su mano, mientras mira a su Hijito, y lo adora ya sonriendo, ya llorando; se inclina a besarlo no sobre su cabecita, sino sobre su pecho, donde palpita su corazoncito, que palpita por nosotros… allí donde un día recibirá la lanzada. Se la cura de antemano su Mamita con un beso inmaculado.

El buey, que se ha despertado al ver la claridad, se levanta dando fuertes patadas sobre el suelo y muge. El borrico vuelve su cabeza y rebuzna. Es la luz la que lo despierta, pero yo me imagino que quisieron saludar a su Creador, creador de ellos, creador de todos los animales.

José que oraba tan profundamente que apenas si caía en la cuenta de lo que le rodeaba, se estremece, y por entre sus dedos que tiene ante la cara, ve que se filtra una luz. Se quita las manos de la cara, levanta la cabeza, se voltea. El buey que está parado no deja ver a María. Ella grita: «José, ven.»

José corre. Y cuando ve, se detiene, presa de reverencia, y está para caer de rodillas donde se encuentra, si no es que María insiste: «Ven, José», se sostiene con la mano izquierda sobre el heno, mientras que con la derecha aprieta contra su corazón al Pequeñín. Se levanta y va a José que camina temeroso, entre el deseo de ir y el temor de ser irreverente.

A los pies de la cama de paja ambos esposos se encuentran y se miran con lágrimas llenas de felicidad.

«Ven, ofrezcamos a Jesús al Padre» dice María.

Y mientras José se arrodilla, Ella de pie entre dos troncos que sostienen la bóveda, levanta a su Hijo entre los brazos y dice: «Heme aquí. En su Nombre, ¡oh Dios! te digo esto. Heme aquí para hacer tu voluntad. Y con Él, yo, María y José, mi esposo. Aquí están tus siervos, Señor. Que siempre hagamos a cada momento, en cualquier cosa, tu voluntad, para gloria tuya y por amor tuyo.» Luego María se inclina y dice: «Tómalo, José» y ofrece al Pequeñín.

«¿Yo? ¿Me toca a mí? ¡ Oh, no! ¡No soy digno!» José está terriblemente despavorido, aniquilado ante la idea de tocar a Dios.

Pero María sonriente insiste: «Eres digno de ello. Nadie más que tú, y por eso el Altísimo te escogió. Tómalo, José y tenlo mientras voy a buscar los pañales.»

José, rojo como la púrpura, extiende sus brazos, toma ese montoncito de carne que chilla de frío y cuando lo tiene entre sus brazos no siente más el deseo de tenerlo separado de sí por respeto, se lo estrecha contra el corazón diciendo en medio de un estallido de lágrimas: «¡Oh, Señor, Dios mío!» y se inclina a besar los piececitos y los siente fríos. Se sienta, lo pone sobre sus rodillas y con su vestido café, con sus manos procura cubrirlo, calentarlo, defenderlo del viento helado de la noche. Quisiera ir al fuego, pero allí la corriente de aire que entra es peor. Es mejor quedarse aquí. No. Mejor ir entre los dos animales que defienden del aire y que despiden calor. Y se va entre el buey y el asno y se está con las espaldas contra la entrada, inclinado sobre el Recién nacido para hacer de su pecho una hornacina cuyas paredes laterales son una cabeza gris

de largas orejas, un grande hocico blanco cuya nariz despide vapor y cuyos ojos miran bonachonamente.

María abrió ya el cofre, y sacó ya lienzos y fajas. Ha ido a la hoguera a calentarlos. Viene a donde está José, envuelve al Niño en lienzos tibios y luego en su velo para proteger su cabecita. «¿Dónde lo pondremos ahora?» pregunta.

José mira a su alrededor. Piensa… «Espera» dice. «Vamos a echar más acá a los dos animales y su paja. Tomaremos más de aquella que está allí arriba, y la ponemos aquí dentro. Las tablas del pesebre lo protegerán del aire; el heno le servirá de almohada y el buey con su aliento lo calentará un poco. Mejor el buey. Es más paciente y quieto.» Y se pone a hacer lo dicho, entre tanto María arrulla a su Pequeñín apretándoselo contra su corazón, y poniendo sus mejillas sobre la cabecita para darle calor. José vuelve a atizar la hoguera, sin darse descanso, para que se levante una buena llama. Seca el heno y según lo va sintiendo un poco caliente lo mete dentro para que no se enfríe. Cuando tiene suficiente, va al pesebre y lo coloca de modo que sirva para hacer una cunita. «Ya está» dice. «Ahora se necesita una manta, porque el heno espina y para cubrirlo completamente…»

«Toma mi manto» dice María.

«Tendrás frío.»

«¡Oh, no importa! La capa es muy tosca; el manto es delicado y caliente. No tengo frío para nada. Con tal de que no sufra Él.»

José toma el ancho manto de delicada lana de color azul oscuro, y lo pone doblado sobre el heno, con una punta que pende fuera del pesebre. El primer lecho del Salvador está ya preparado.

María, con su dulce caminar, lo trae, lo coloca, lo cubre con la extremidad del manto; le envuelve la cabecita desnuda que sobresale del heno y la que protege muy flojamente su velo sutil. Tan solo su rostro pequeñito queda descubierto, gordito como el puño de un hombre, y los dos, inclinados sobre el pesebre, bienaventurados, lo ven dormir su primer sueño, porque el calor de los pañales y del heno han calmado su llanto y han hecho dormir al dulce Jesús.

MARÍA RELATA EL NACIMIENTO DE JESÚS EN LA GRUTA DE BELÉN: Hacia Belén con los apóstoles y discípulos (Escrito el 3 de julio de 1945)

Salen de Betania a la primera sonrisa de la aurora. Jesús se dirige a Belén con su Madre, con María de Alfeo y con María Salomé. Les siguen los discípulos. El niño encuentra por todas partes motivos para alegrarse; las mariposas que despiertan, los pajaritos que cantan o caminan por el sendero, las flores que resplandecen con las perlas del rocío, la aparición de un rebaño en que hay muchos corderitos que balan. Pasado el río que está al sur de Betania, que se deshace en espumas, la comitiva se dirige a Belén en medio de dos series de colinas verdes con sus olivares y viñedos, con campos en los que apenas mieses doradas se ven. El valle es fresco, y el camino bastante bueno.

Simón de Jonás se adelanta, llega al grupo de Jesús y pregunta: «¿De acá se puede ir a Belén? Juan dice que la otra vez fuisteis por otros caminos.»

«Es verdad» responde Jesús, «pero es porque veníamos de Jerusalén. Por acá es más breve. Nos separaremos, como habéis decidido, en la tumba de Raquel que las mujeres quieren ver. Luego nos reuniremos en Betsur donde mi Madre quiere detenerse.»

«Así es… pero sería muy hermoso que estuviésemos todos… tu Madre especialmente… porque, en fin de cuentas, la Reina de Belén y de la gruta es Ella, y Ella sabe todo, todo, muy bien… Si lo oyese de sus labios… sería diferente… eso es todo.»

Jesús sonríe al mirar a Simón que insinúa dulcemente su gusto. «¿Cuál gruta, padre?» pregunta Marziam.

«La gruta en donde nació Jesús.»

«¡Oh! ¡Qué bien! ¡También yo voy!…»

«¡Sería muy hermoso en realidad!» dicen María de Alfeo y Salomé.

«¡Muy hermoso! … Sería regresar para atrás… cuando el mundo te ignoraba es verdad, pero que no te odiaba todavía… Sería encontrar otra vez el amor de los sencillos que no supieron dudar y amaron con humildad y fe… Para mí sería lo mismo que quitarse este peso de amargura que me taladra el corazón desde que sé que te odian, ponerlo allí, en el lugar en donde naciste… Debe quedar ahí la dulzura de tu mirada, de tu respiración, de tu sonrisa vaga, allí… y me acariciarían el alma que está tan amargada..» María llora quedito, con recuerdos y con tristeza.

«Si es así iremos, Mamá. Hoy tú eres la Maestra y Yo el niño que aprende.»

«Oh, ¡Hijo! ¡No! Tú siempre eres el Maestro…»

«No, Mamá. Simón de Jonás dijo bien. En la tierra de Belén tú eres la Reina. Es tu primer castillo. María, de la descendencia de David, guía a este pequeño pueblo a su morada.»

Iscariote hace intento de hablar, pero se calla. Jesús que lo ve y comprende, dice: «Si alguien por cansancio o por otra razón no quiere venir, que prosiga hasta Betsur.» Pero nadie dice nada. Prosiguen por el camino del valle que va en dirección de este a occidente. Después dan vuelta al norte para costear una colina que se interpone y así llegan al camino, que lleva de Jerusalén a Belén, exactamente cerca del cubo sobre el que hay una cúpula redonda, que señala la tumba de Raquel. Todos se acercan a orar respetuosamente.

«Aquí nos detuvimos, yo y José… está igual a entonces. Tan solo la estación es diferente. En ese entonces era un día frió de Casleu. Había llovido y los caminos estaban lodosos. Después sopló un viento helado y en la noche sobrevino la brisa. Los caminos se endurecieron, pero sobre de ellos pasaron los carros y la gente. Era como un mar lleno de barcas y mi asnito caminaba con fatiga…»

«Y tú, Madre mía, ¿no?»

«Oh, ¡Te tenía a Tí!…» Y lo mira con ojos tan dulces que conmueven. Vuelve a hablar: «La noche se acercaba y José estaba muy preocupado. A cada paso se estaba levantando un viento que cortaba… La gente se dirigía presurosa a Belén, chocando los unos contra los otros, y muchos se enojaban contra mi asnito que caminaba despacio, buscando donde poner las pezuñas… Parecía como si supiese que estabas Tú ahí… y que dormías la última noche en mi seno. Hacía frió… pero yo ardía. Sentía que estabas por llegar… ¿Llegar? Que podrías decir: «Yo estaba aquí, desde hace nueve meses‖. Pero entonces era como si bajases del Cielo. Los Cielos bajaban, bajaban sobre de mí, y yo veía sus resplandores… Veía arder la divinidad en su gozo de tu próximo nacimiento, y esos rayos me penetraban, me encendían, me abstraían … de todo … Frío … viento … gente … ¡de todo! Veía a Dios. . . De cuando en cuando y con esfuerzo lograba traer mi corazón a la tierra y sonreía a José que tenía miedo del frío y del cansancio que soportaba, y que guiaba al asnito por temor de que tropezase, y que me envolvía en la manta por miedo de que me fuese a resfriar .. Pero nada podía acaecer. No sentía los empujones. Me parecía como si caminase sobre un camino de estrellas, entre nubes de luz, como si me llevasen ángeles… y sonreía… primero a ti… te miraba a través de la barrera de la carne. Te miraba dormir con los puñitos cerrados en tu lecho de rosas frescas; Tú, capullo de lirio… luego sonreía a mi esposo que estaba muy afligido, tan afligido, para darle ánimos… también a la gente que ignoraba que ya respiraba en el aire del Salvador… Nos detuvimos cerca de la tumba de Raquel para que descansase un poco el asnito y para comer poco de pan y olivas, nuestras provisiones de pobres. Yo no tenía hambre. No podía tener hambre… estaba colmada de alegría… Emprendimos otra vez el camino … Venid. Os mostraré en donde encontramos al pastor… no creáis que me equivocaré. Vuelvo a vivir aquella hora y encuentro todos los lugares porque miro todo a través de una luz angelical. El ejército angélico tal vez aquí está de nuevo, invisible a nuestros ojos, pero visible a las almas con su resplandor, y así todo se descubre, todo se vuelve a ver. No pueden engañarse y me llevan… para alegría mía y vuestra. Ved, de aquel campo a éste vino Elías con sus ovejas, y José le pidió leche para mí. Y allí en ese prado, nos detuvimos mientras ordeñaba la leche caliente y restauradora, y le daba sus avisos a José.

Venid, venid… este es el sendero del último valle antes de llegar a Belén. Tomamos éste por el camino principal, al llegar a la ciudad, era un mar de gente y de animales… ¡Allí está Belén! Oh, ¡cómo lo amo! ¡Tierra querida de mis padres que me dieron el primer beso de mi Hijo! Te has abierto, buena y fragante como el pan, cuyo nombre tienes, para dar el Pan verdadero al mundo que muere de hambre. Me abrazaste como una madre, tú, en cuyo seno ha quedado el amor maternal de Raquel. Oh, tú, tierra santa, Belén davídica, primer templo dedicado al Salvador, a la Estrella matinal que nació de Jacob para indicar la ruta de los Cielos al linaje humano. ¡Mirad qué hermosa es la primavera! Pero también lo fue entonces, aunque los campos y los viñedos estaban desnudos. Un ligero velo de escarcha volvía a resplandecer en las ramas limpias, y parecían cubrirse de diamantes como si hubiesen sido envueltos en un velo impalpable paradisíaco. De las casas salía el humo. La cena se acercaba y el humo, que subía en espirales, hasta este borde, dejaba ver la ciudad que por no estar despejada no se descubría bien… Todo era limpio, silencioso… todo estaba en espera… de Ti, de Ti, ¡Hijo! La tierra presagiaba tu llegada… Te habrían presagiado también los betlemitas, pues no eran malos, aunque no lo creáis. No podían darnos hospedaje… En los hogares buenos y honrados de Belén se apretaban, arrogantes como siempre, sordos y soberbios,

los que todavía ahora lo son, y que no podían sentirte… ¡Cuántos fariseos, saduceos, herodianos, escribas, essenios había! Oh, el que ahora ellos no puedan entender, les viene desde aquel entonces en que su corazón fue duro. Lo han cerrado al amor a aquella hermana suya, en aquella noche… y se quedaron, han permanecido en las tinieblas. Desde entonces rechazaron a Dios, al rechazar de su amor al prójimo. Venid. Vamos a la gruta. Es inútil entrar en la ciudad. Los mejores amigos de mi Niño no están ya. Basta la naturaleza amiga con sus piedras, su río, su leña para hacer fuego. La naturaleza que sintió la llegada de su Señor… Venid sin miedo. Por aquí se da vuelta… Ved allí las ruinas de la Torre de David. ¡Oh! ¡Que la amo más que un palacio! ¡Benditas ruinas! ¡Bendito río! ¡Bendita planta que como por milagro te despojaste con el viento de todas tus ramas para que encontrásemos leña y pudiésemos encender fuego!» María baja rápida a la gruta. Atraviesa el riachuelo sobre una tabla que hace de puente. Corre al lugar despejado en donde están las ruinas y cae de rodillas a sus umbrales. Se inclina y besa el suelo. La siguen los demás. Están conmovidos … El niño, al que no ha dejado ni un momento, parece como si escuchase una narración maravillosa y sus ojitos negros absorben las palabras y acciones de María. No se pierde de nada. María se levanta, entra: «Todo, todo como entonces… Con excepción de que era de noche… José hizo fuego a la entrada. Entonces, sólo entonces, al bajar del asnito, sentí qué cansada y fría estaba yo… nos saludó un buey. Fui a donde estaba, para sentir un poco de calor, para apoyarme en el heno… José, aquí donde estoy, extendió heno que me sirviese de lecho, y lo secó por mí y por ti, Hijo, con el fuego que encendió en aquel rincón… porque era bueno como un padre en su amor de esposo-ángel… y unidos de la mano, como dos hermanos extraviados en la oscuridad de la noche, comimos nuestro pan y queso. Luego se fue allí para echar leña en la hoguera. Se quitó el manto para que tapase la abertura… en realidad bajó el velo ante la gloria de Dios que descendía de los cielos, ante Ti, Jesús mío… yo me quedé sobre el heno, al calor de los dos animales, envuelta en mi manto y mi cobija de lana… ¡Querido esposo mío! En aquella hora temerosa en que me encontraba solamente ante el misterio de la maternidad, hora que la mujer por vez primera ignora del todo y para mí, la hora de mi única maternidad, me encontraba sumergida ante lo ignoto del misterio que sería ver al Hijo de Dios salir de mi carne mortal, y él, José, fue para mí como una madre, un ángel… mi consuelo… entonces y… siempre.

Luego el silencio y el sueño envolvieron a José… para que no viese lo que para mí era el beso cotidiano de Dios… y a mí me llegaron las ondas inconmensurables del éxtasis que provenían de un mar de delicias, que me elevaban de nuevo sobre las crestas luminosas cada vez más altas. Me llevaban arriba, arriba con ellas, en un océano de luz, de alegría, de paz, de amor, hasta encontrarme sumergida en el mar de Dios, del seno de Dios… Se oyó una voz de la tierra: «¿Duermes, María?» ¡Oh! ¡Tan lejana! … un eco, un recuerdo de la tierra… Es tan débil que el alma no se sacude y no sé como se pueda decir. Entre tanto subo, subo en ese abismo de fuego, de felicidad infinita, de un preconocimiento de Dios… hasta Él, hasta Él… ¡Oh! Pero ¿eres Tú el que naciste de mí, o soy yo la que nací de fulgores Trinos, aquella noche? ¿Soy yo quien te di, o Tú me aspiraste para darme? No lo sé…

Y luego la bajada, de coro en coro, de astro en astro, de capa en capa, dulce, lenta, bienaventurada feliz como una flor que es llevada en alto por un águila y luego se le deja que se vaya, y que poco a poco desciende sobre las alas del aire, que se hace más hermosa a causa de la lluvia, con su arco iris que se eleva al cielo, y luego se encuentra en el lugar en donde nació… Mi diadema: ¡Tú! Tú sobre mi corazón…

Sentada aquí, después de haberte adorado de rodillas, te amé. Finalmente pude amarte sin las barreras de la carne; y de aquí me levanté para llevarte al amor del que como yo era digno de amarte entre los primeros. Y aquí, entre estas dos columnas rústicas, te ofrecí al Padre. Y aquí por primera vez estuviste sobre el pecho de José… luego te envolví entre pañales y juntos te colocamos aquí… Yo te mecía en mis brazos, mientras José secaba el heno en la hoguera y lo conservaba caliente, metiéndoselo en el pecho. Después allí ambos te adoramos. Inclinados sobre Ti, para aspirar tu aliento, para ver a qué grado puede conducir el amor, para llorar lágrimas que ciertamente se vierten en el cielo al ver la gloria inexhausta de Dios.» María, que al recordar aquella noche ha ido y venido señalando los lugares, llena de amor, con un parpadear de llanto en sus ojos azules y con una sonrisa de alegría en su boca, se inclina ahora sobre su Jesús, que está sentado sobre una gran piedra, y lo besa en los cabellos, llorando, adorándolo como en aquel entonces …

«Y luego los pastores vinieron a adorarte aquí adentro con su buen corazón. Era el primer suspiro de la tierra que entraba con ellos. Era el olor de la humanidad, de rebaños, de heno. Y afuera los ángeles, que te adoraban con amor, que te cantaban con cánticos que jamás repetirá creatura humana; que te amaban con el amor de los cielos, con el aire del cielo que entraba con ellos, que te traían con sus fulgores… tu nacimiento, ¡oh bendito!…»

María está arrodillada al lado de su Hijo y llora de emoción con la cabeza apoyada sobre sus rodillas. Nadie se atreve a romper el silencio. Más o menos emocionados los presentes se dirigen miradas, como si sobre las telarañas y piedras toscas esperasen ver pintada la escena que acababan de escuchar…

María vuelve a decir: «Éste fue el nacimiento de mi Hijo. Nacimiento infinitamente sencillo, infinitamente grande. Lo he referido con mi corazón de mujer, no con palabras sabias de un maestro. No hubo nada más, porque fue la cosa más grande de la tierra, escondida bajo las apariencias más comunes.»

«¿Y al día siguiente? ¿Y luego?» Preguntan varios, entre cuyas voces están las de las dos Marías.

«¿El día siguiente? Oh, muy sencillo. Fui la madre que amamanta a su niño, que lo lava, que lo envuelve en pañales como lo hacen todas las madres. Calentaba el agua, que tomaba del río cercano, sobre el fuego encendido allá afuera para que el humo no hiciese llorar a estos ojitos azules, en el rincón más separado, en una vieja jofaina lavaba a mi Hijo y le ponía pañales frescos. Iba al río a lavar estos y los ponía a secar al sol… y luego, alegría que no puede descifrarse, ponía a mi Hijo sobre mi pecho y el bebía mi leche. Se ponía cada día más bonito y feliz. El primer día, en la hora de más calor, fui a sentarme allí afuera para verlo mamar. Aquí la luz no entra, se filtra, y luz y llama dan aspectos caprichosos a las cosas. Fui allá afuera al sol… y miré al Verbo encarnado. La madre conoció entonces a su Hijo, y la sierva de Dios a su Señor. Y fui

mujer y adoradora… Después la casa de Ana… Los días que pasaste en la cuna, tus primeros pasos, tus primeras palabras… Pero esto sucedió después, a su tiempo … Nada, nada fue semejante a la hora en que naciste… sólo cuando regrese a Dios encontraré esa plenitud…»

«Pero… ¡partir así cuando se acercaba! ¡Qué imprudencia! ¿Por qué no esperaron?… El decreto concedía un lapso largo de tiempo para casos excepcionales como el nacimiento o enfermedad… Alfeo me lo dijo…» dice María de Alfeo.

«¿Esperar? Oh, ¡no! Aquella tarde cuando José llevó la noticia, tú y yo, Hijo saltamos de alegría. Era la llamada… porque aquí, sólo aquí debías de nacer, como habían predicho los profetas; y aquel decreto imprevisto fue como un cielo piadoso que borraba de José aún el recuerdo de su sospecha. Era lo que esperaba para ti, para él, para el mundo judío y para el mundo futuro, hasta la consumación de los siglos. Estaba dicho. Y como tal así sucedió. ¡Esperar! ¿Puede la novia poner obstáculos a su sueño de bodas? ¿Por qué esperar?»

«Por todo lo que podía suceder…» vuelve a decir María de Alfeo.

«No tenía ningún miedo. Me apoyaba en Dios.»

«Pero ¿sabías que todo sucedería así?»

«Nadie me lo había dicho, y de hecho no pensaba en ello, tanto que para dar ánimos a José permití que él y vosotros dudaseis de que el tiempo de su nacimiento no estaba cercano. Pero yo sabía, sabía que para la Fiesta de las Luces habría nacido la Luz del Mundo.»

«Tú más bien, mamá, ¿por qué no acompañaste a María? Y ¿por qué no pensó en ello mi padre? Deberíais haber venido también vosotros aquí. ¿No vinisteis todos?» Pregunta con un tono de reproche Judas Tadeo.

«Tu padre había decidido venir después de las Encenias y lo dijo a su hermano, pero José no quiso esperar.»

«Pero tú al menos…» le objeta Tadeo.

«No le reproches, Judas. De común acuerdo encontramos que era justo poner un velo sobre el misterio de este nacimiento.»

«¿Sabía José que sucedería con esas señales? Si tú no lo sabías, ¿cómo podía saberlas él?»

«No sabíamos nada, excepto de que El debía nacer.»

«¿Entonces?»

«Entonces la Sabiduría divina nos guió, como era justo. El nacimiento de Jesús, su presencia en el mundo, debía presentarse sin nada que fuese extraordinario, que pudiese incitar a Satanás. Vosotros veis que el rencor que existe todavía en Belén contra el

Mesías es una consecuencia de su primera epifanía. La envidia diabólica se aprovechó de la revelación para derramar sangre, odio. ¿Estás contento, Simón de Jonás, que ni hablas y como que ni respiras?»

«Muy contento… tanto, que me parece estar fuera del mundo, en un lugar todavía más santo que si estuviese más allá que el velo del Templo… tanto que… ahora que te he visto en este lugar y con la luz de entonces, creo siempre haberte tratado con respeto, como a una mujer, una gran mujer. Ahora… ahora no me atreveré a decirte como antes: «María». Para mí, antes, eras la Mamá de mi Maestro, ahora, ahora te he visto sobre las cimas de esas ondas celestiales. Te he visto cual reina, y yo miserable soy tu esclavo» se arroja en tierra y besa los pies de María.

Jesús ahora habla: «Levántate, Simón. Ven aquí, cerca de Mí.»

Pedro va a la izquierda de Jesús, porque María está a la derecha: «¿Quienes somos ahora nosotros? » Pregunta Jesús.

«¿Nosotros? … Somos Jesús, María y Simón.»

«Muy bien. Pero… ¿cuántos somos?»

«Tres, Maestro.»

«Entonces, una trinidad. Un día en el Cielo, en la divina Trinidad afloró un pensamiento: «Ahora es tiempo de que el Verbo vaya a la tierra», y en un palpitar amoroso el Verbo vino a la tierra. Se separó por esto del Padre y del Espíritu Santo. Vino a trabajar a la tierra. En el Cielo los dos se habían quedado, contemplando las obras del Verbo, permaneciendo más unidos que nunca para fundir Pensamiento y Amor para ayudar a la Palabra que obra en la tierra. Llegará un día en que del cielo se oirá una orden: ―Es tiempo que regreses porque todo está cumplido» y entonces el Verbo regresará a los cielos, así… (Jesús da un paso atrás dejando a María y a Pedro en donde estaban) y de lo alto del cielo contemplará las obras de los dos que han quedado en la tierra, los cuales, por un movimiento santo, se unirán más que nunca, para unir poder y amor y con ellos cumplir el deseo del Verbo: ―La Redención del Mundo a través de la perpetua enseñanza de su Iglesia». Y el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo con sus rayos de luz entretejerán una cadena para estrechar siempre más a los dos que quedan sobre la tierra: a mi Madre, el amor; y a ti, el poder. Debes, sí, tratar a María como a Reina pero no como esclavo. ¿No te parece?»

«Me parece todo lo que quieras. ¡Estoy anonadado! ¿Yo el poder? Oh, si debo ser el poder, ¡entonces no me queda más que apoyarme sobre Ella! Oh, Madre de mi Señor, no me abandones jamás, jamás…»

«No tengas miedo. Te tendré siempre así de la mano, como hacía con mi Niño, hasta que fue capaz de caminar por Sí solo.»

«Y ¿luego?»

«Luego te sostendré con mis plegarias. ¡Ea! Simón, no dudes jamás del poder de Dios. No dudé yo, ni tampoco José. Tampoco debes hacerlo. Dios ayuda hora tras hora,

si permanecemos humildes y fieles… Venid ahora acá afuera, cerca del río, a la sombra del árbol que, si estuviese más avanzada la estación del verano, nos proporcionaría manzanas. Venid. Comeremos antes de irnos… ¿En dónde, Hijo mío?» «En Yala. Está cerca. Y mañana iremos a Betsur.»

Se sientan bajo la sombra del manzano y María se recarga sobre el tronco. Bartolomé la mira fijamente, cómo acepta de su Hijo los alimentos que ha bendecido. ¡Tan joven y todavía emocionada celestialmente con la revelación que acaba de escuchar! Sonríe a su Hijo con ojos de amor y dice en voz baja: «» A la sombra de él me senté y su comida fue dulce a mi paladar».»

Le responde Judas Tadeo: «Es verdad. Ella languidece de amor, pero no se puede decir que despertó bajo un manzano.»

«Y ¿por qué no hermano? ¿Qué sabemos nosotros de los secretos del Rey?» Responde Santiago de Alfeo.

Y Jesús sonriendo dice: «La nueva Eva fue concebida por el Pensamiento a los pies del manzano paradisíaco para que con su sonrisa y llanto ahuyentase a la serpiente y desintoxicase el fruto envenenado. Ella se convirtió en árbol por el fruto redentor. Venid, amigos y comed de él. Porque alimentarse de su dulzura es alimentarse de la miel de Dios.»

«Maestro, responde a una pregunta mía que hace tiempo he querido hacerte. El Cántico de que estamos hablando ¿incluye a Ella?» Pregunta despacio Bartolomé mientras María se ocupa del niño y habla con las mujeres.

«Desde el principio del libro se habla de Ella, y de Ella se hablará en los libros futuros hasta que la palabra del hombre se cambie en el sempiterno hosanna de la eterna Ciudad de Dios» y Jesús se dirige a las mujeres.

«¡Cómo se percibe que desciende de David! ¡Qué Sabiduría! ¡Qué poesía!» Dice Zelote hablando con sus compañeros.

«Pues bien» interviene Iscariote que todavía bajo los sentimientos de días anteriores habla poco, pero tratando de volver a tener la misma franqueza de antes, dice: «pues bien yo querría comprender por qué debió acaecer la Encarnación. Sólo Dios puede hablar de modo que derrote a Satanás. Sólo Dios puede tener el poder de redención. Esto no lo dudo. Pero me parece que el Verbo no debía de haberse envilecido tanto haciéndose como los demás hombres, y sujetándose a las miserias de la infancia y de las demás de la vida. ¿No habría podido aparecer con forma humana, ya adulto, en forma adulta? O si quería tener una Madre, ¿podía haberse buscado una adoptiva, así como hizo con su padre? Me parece que una vez se lo pregunté, pero no me respondió ampliamente, o no lo recuerdo.»

«Pregúntaselo; pues que de eso estamos hablando…» dice Tomás.

«Yo no. Lo hice enojar un poco y no me siento perdonado. Preguntádselo por mí.»

«Pero, perdona. Nosotros aceptamos todo sin tener elucubraciones, y ¿debemos hacer la pregunta? ¡No es justo!» Replica Santiago de Zebedeo.

«¿Qué cosa no es justo?» pregunta Jesús.

Silencio. Zelote se hace intérprete de los demás.

«No te guardo rencor. Esto ante todo. Hago las observaciones necesarias, sufro y perdono. Esto para quien tiene miedo, fruto todavía de su turbación. En cuanto a la Encarnación real que llevé a cabo, escuchad: «Es justo que así haya sido‖. En el futuro Muchos caerán en errores sobre mi Encarnación, y me darán exactamente las formas erróneas que Judas querría que hubiese tomado. Hombre, aparentemente con cuerpo, pero en realidad, fluido como un juego de luces, por lo cual sería y no sería carne real. Y sería y no sería verdadera maternidad de María. En verdad Yo tengo un cuerpo real y María, en verdad, es la Madre del Verbo Encarnado. Si la hora del nacimiento no fue sino un éxtasis, la razón es, porque Ella es la nueva Eva sin peso de culpa y sin herencia de castigo. Pero no me envilecí al descansar en Ella ¿acaso el maná encerrado en el Tabernáculo se envileció?». No, antes bien se honró con estar ahí. Otros dirán que no teniendo Yo cuerpo real, no padecí y no morí durante mi permanencia en la tierra. No pudiendo negar que Yo existí, se negará mi Encarnación real, o mi Divinidad verdadera. En verdad os digo que soy Uno con el Padre in eterno, y estoy unido a Dios como hombre, porque en verdad ha acontecido que el Amor haya llegado a lo inimaginable en su perfección, revistiéndose de carne para salvar la carne. A todos estos errores responde mi vida entera, que da sangre desde mi nacimiento hasta la muerte, y que se ha sujetado a lo que es común con el hombre excepto el pecado. Nacido, sí, de Ella. Y para vuestro bien. Vosotros no sabéis cómo se ablanda la Justicia desde que tiene a la Mujer como colaboradora. ¿Estás contento ahora, Judas?»

«Sí, Maestro.»

«Haz lo mismo conmigo.»

Iscariote inclina la cabeza, avergonzado, y tal vez emocionado ante una bondad tan grande.

Se quedan allí por un poco más de tiempo bajo el manzano. Quién duerme, quién ronca. María se levanta, vuelve a la cueva, Jesús la sigue…

4o La presentación del Niño Jesús en el Templo

Veo que de una casita modestísima sale una pareja de personas. Por una escalerita externa baja una jovencísima madre con un niño en brazos envuelto en un lienzo blanco.

Reconozco a esta Mamá nuestra. Es la misma de siempre: pálida y rubia, grácil y muy fina en todos sus movimientos. Va vestida de blanco y arropada con un manto azul pálido, cubre su cabeza un velo blanco. Lleva con mucho cuidado a su Niño.

Al pie de la escalera la está aguardando José al lado de un burrito pardo. José, tanto por lo que se refiere a la túnica como al manto, está vestido todo de marrón claro. Mira a María y le sonríe. Cuando María llega hasta el burrito, José se pasa las riendas del borriquillo al brazo izquierdo y para que María pueda sentarse mejor en la albardilla del asno, toma un momento al Niño, que duerme tranquilo. Luego le vuelve a dar a Jesús y se ponen en camino.

José va andando al lado de María, sujetando siempre por las riendas al jumento y poniendo cuidado en que éste vaya derecho y sin tropiezos. María tiene a Jesús en el regazo, y, como si tuviera miedo a que cogiese frío, le extiende encima un borde de su manto. Los dos esposos hablan poquísimo, pero se sonríen frecuentemente.

El camino, que no es ningún modelo de vía, en una campiña desnuda por la estación que corre, se articula en varias direcciones. Algún que otro viajero se cruza con ellos dos, o los alcanza, pero son raros.

Luego pueden verse algunas casas y unos muros que recintan la ciudad. Los dos esposos entran en ella por una puerta y comienzan el recorrido por la calzada urbana, hecha de adoquines muy separados. El camino es ahora mucho más difícil, ya porque haya un tráfico que en todo momento hace que el burro se detenga, ya porque éste, por las piedras y los agujeros de las piedras que faltan, haga continuamente movimientos bruscos, los cuales incomodan a María y al Niño.

La calle no es horizontal; sube, aunque ligeramente; es estrecha, entre casas altas de puertecitas estrechas y bajas, de escasas ventanas que dan a la calle. Arriba el cielo se asoma en multitud de listas azules entre unas casas y otras, o más exactamente entre unas terrazas y otras; abajo, en la calle, hay gente y rumor de voces, y se cruzan otras personas a pie o en burros, o llevando jumentos cargados, y otras que van detrás de una caravana de camellos que dificulta el paso. En un momento dado, pasa, con gran ruido de cascos y de armas, una patrulla de legionarios romanos, que desaparece tras un arco que está a caballo de uno y otro lado de una vía muy estrecha y pedregosa.

José gira a la izquierda y toma una calle más ancha y más bonita. Al fondo de la misma veo el muro almenado que ya conozco.

María, al llegar a una puerta en que hay una especie de paradero para otros burros, baja del suyo. Digo ―paradero‖ porque es una especie de cabaña grande, o, mejor, de cobertizo, donde hay paja esparcida por el suelo y unos palos con unas argollas para atar a los cuadrúpedos.

José da algunas monedas a un hombre que ha venido. Con ellas se procura un poco de heno, luego saca un cubo de agua de un pozo tosco que hay en un ángulo y da las dos cosas al burrito. Después se llega de nuevo hasta donde María y ambos entran en el recinto del Templo.

Se dirigen, primero, hacia un pórtico donde están aquellos a quienes Jesús, pasado el tiempo, pegará egregiamente con un azote, o sea, los vendedores de tórtolas y corderos y los cambistas. José compra dos pichones blancos. No cambia el dinero. Se entiende que tiene ya el que necesita.

José y María se dirigen hacia una puerta lateral que tiene ocho escalones –creo que también las otras puertas; es como si el cubo del Templo estuviera elevado respecto al resto del suelo-. Ésta tiene un gran atrio, como los portales de nuestras casas de ciudad (para que se haga usted una idea), pero más vasto y ornado. En él, a la derecha y a la izquierda, hay como dos altares, dos volúmenes rectangulares cuya finalidad de momento no entiendo bien (parecen pilas, poco profundas: la parte interna es más baja, en algunos centímetros, respecto al borde externo).

Viene un sacerdote –no se si motu proprio o es que José le ha llamado-. María ofrece los dos pobres pichones, y yo, que comprendo cuál será su suerte, dirijo la mirada a otra parte. Observo la decoración de la recargadísima puerta, del techo y del atrio. Me parece ver con el rabillo del ojo que el sacerdote asperja a María con agua. Debe ser agua porque no veo manchas en su vestido. Luego María, que junto con los dos pichones había dado un montoncillo de monedas al sacerdote –me había olvidado de decirlo-, entra con José en el Templo propiamente dicho, acompañada por el sacerdote.

Miro a todas partes. Es un lugar decoradísimo. Cabezas de ángeles esculpidas y palmas y ornatos se extienden por las columnas, las paredes y el techo. La luz penetra por unas curiosas ventanas alargadas, estrechas, naturalmente sin cristales, y abiertas en diagonal con respecto a la pared. Supongo que será para impedir que entre el agua cuando llueve torrencialmente.

María se adentra hasta un determinado punto en que se detiene. Unos metros más adelante hay otros escalones y encima hay otra especie de altar, tras el cual hay otra construcción.

Ahora me doy cuenta de que no estaba en el Templo, como creía, sino en lo que rodea al Templo propiamente dicho, o sea, al Santo; traspasar su linde, aparte de los sacerdotes, parece que nadie puede hacerlo. Lo que yo creía que era el Templo, por tanto, no es sino un vestíbulo cerrado, que rodea por tres partes al Templo, que custodia el Tabernáculo. No sé si me he explicado bien; de todas formas, yo no soy ni arquitecta ni ingeniera.

María ofrece el Niño –que se ha despertado y dirige a su alrededor sus ojitos inocentes, con esa mirada de asombro propia de los niños de pocos días- al sacerdote. Éste le toma y le eleva extendiendo los brazos, vuelto hacia el Templo, dando la espalda a esa especie de altar que está encima de aquellos escalones. El rito ha quedado cumplido. La Madre recibe de nuevo al Niño y el sacerdote se marcha.

Algunos miran curiosos. Entre ellos se abre paso un viejecito que camina encorvado y renco apoyándose en un bastón. Debe ser muy anciano –para mí, sin duda, de más de ochenta años-. Se acerca a María y le solicita por un momento al Pequeñuelo. María, sonriendo, se lo concede.

Simeón –que yo siempre había creído que pertenecía a la casta sacerdotal y que, sin embargo, a juzgar al menos por el vestido, es un simple fiel- le toma y le besa. Jesús le sonríe con ese gesto mimoso, incierto, de los lactantes. Parece que le observa curioso, porque el viejecillo llora y ríe al mismo tiempo, y sus lágrimas crean todo un bordado de destellos que se insinúa entre las arrugas y que perla su larga barba blanca hacia la

cual Jesús tiende sus manitas. Es Jesús, pero es un niñito pequeñín, y todo lo que se mueve delante de Él atrae su atención, y se le antoja tomarlo para entender mejor lo que es. María y José sonríen, como también las otras personas que están presentes, que celebran la hermosura del Pequeñuelo.

Oigo las palabras del santo anciano y veo la mirada de asombro de José, la mirada emocionada de María, y las de la pequeña multitud (quién se muestra asombrado y emocionado, quién, al oír las palabras del anciano, ríe irónicamente). Entre éstos hay algún barbudo y pomposo miembro del Sanedrín, y menean la cabeza mirando a Simeón con irónica piedad. Deben pensar que ha perdido la razón por la edad.

La sonrisa de María se difumina en su avivada palidez cuando Simeón le anuncia el dolor. A pesar de que Ella ya lo sepa, esta palabra le traspasa el espíritu. Se acerca más a José, María, buscando consuelo; estrecha con pasión a su Niño contra su pecho, y bebe, como alma sedienta, las palabras de Ana, la cual, siendo mujer, siente compasión de su sufrimiento y le promete que el Eterno le mitigará con sobrenatural fuerza la hora del dolor. ―Mujer, a Aquel que ha dado el Salvador a su pueblo no le faltará el poder de otorgar el don de su ángel para confortar tu llanto. Nunca les ha faltado la ayuda del Señor a las grandes mujeres de Israel, y tú eres mucho más que Judit y que Yael. Nuestro Dios te dará corazón de oro purísimo para aguantar el mar de dolor por el que serás la Mujer más grande de la creación, la Madre. Y tú, Niño, acuérdate de mí en la hora de tu misión‖.

Y aquí me cesa la visión.

2 de febrero de 1944.

Dice Jesús:

―De la descripción que has hecho, brotan para todos dos enseñanzas.

Primera: no se manifiesta la verdad a aquel sacerdote que, aun estando inmerso en los ritos, tiene su espíritu ausente; antes bien, se revela a un simple fiel.

El sacerdote –siempre en contacto con la Divinidad, orientado al cuidado de cuanto concierne a Dios, dedicado a todo aquello que es superior a la carne- habría debido intuir en seguida quién era el Niño que ofrecían al Templo esa mañana. Mas, para poder intuir, necesitaba tener un espíritu vivo, y no solamente una vestidura externa de un espíritu que, si no estaba muerto, sí al menos muy soñoliento.

El Espíritu de Dios, puede, si quiere, tronar como un rayo y sacudir como un terremoto al espíritu más cerrado; puede hacerlo. Pero, generalmente –porque es Espíritu de orden como es Orden Dios en cada una de sus Personas y en su modo de actuar-, se efunde y habla, no digo donde existe mérito suficiente para recibir sus manifestaciones –en ese caso, muy pocas veces se manifestaría, y tú no conocerías tampoco sus luces-, sino en donde ve la ―buena voluntad‖ de merecer su manifestación.

¿Cómo se hace notoria esta buena voluntad? Con una vida hecha toda de Dios hasta donde os es posible. En la fe, en la obediencia, en la pureza, en la caridad, en la generosidad, en la oración. No en las prácticas. En la oración, Hay menos diferencia

entre la noche y el día que entre las prácticas y la oración. Ésta es comunión de espíritu con Dios, de la cual salís con vigor nuevo y decididos a ser cada vez más de Dios. Aquéllas son una costumbre cualquiera, con objetivos diversos pero siempre egoístas, y que os deja como erais; es más, os agrava con culpa de embuste o de desidia.

Simeón tenía esta buena voluntad. La vida no le había escatimado ni trabajos ni pruebas. Pero él no había perdido su buena voluntad. Los años y las vicisitudes no habían mellado, ni removido, su fe en el Señor, en sus promesas, como tampoco habían cansado su buena voluntad de ser cada vez más digno de Dios. Y Dios, antes de que los ojos de su siervo fiel se cerrasen a la luz del Sol –en espera de volver a abrirse al Sol de Dios rutilante desde los Cielos, abiertos a mi ascensión después del Martirio- le mandó el rayo de luz del Espíritu para que le guiara al Templo y ver así la Luz que había venido al mundo.

―Movido por el Espíritu Santo‖ dice el Evangelio. ¡Oh! ¡si los hombres supieran qué perfecto Amigo es el Espíritu Santo; qué Guía, qué Maestro! ¡Oh, si amaran los hombres, e invocaran, a este Amor de la Santísima Trinidad, a esta Luz de la Luz, a este Fuego del Fuego, a esta Inteligencia, a esta Sabiduría! ¡Cuánto más sabrían de aquello que es necesario saber!

Mira, María; mirad, hijos. Simeón esperó durante toda una larga vida ―ver la Luz‖; saber que se había cumplido la promesa de Dios, Pero no dudó nunca. Nunca se dijo a sí mismo: ―Es inútil que persevere en esperar y en orar‖. Perseveró. Y obtuvo ―ver‖ lo que no vieron ni el sacerdote ni los miembros del Sanedrín, que estaban llenos de soberbia y completamente ofuscados: al Hijo de Dios, al Mesías, al Salvador en esa carne infantil que le daba calor y sonrisas. Recibió, a través de mis labios de Niño, la sonrisa de Dios, como primer premio por su vida honrada y pía.

Segunda lección: las palabras de Ana. Ella, profetisa, también ve en mí, recién nacido, al Mesías. Esto, dada su capacidad de profecía, sería natural; pero, escucha, escuchad lo que, impulsada por la fe y la caridad, dice a mi Madre… e iluminad con ello vuestro espíritu, ese espíritu vuestro que tiembla en este tiempo de tinieblas y en esta Fiesta de la Luz. Dice: ―A Aquel que ha otorgado un Salvador no le faltará el poder de enviar a su ángel para confortar tu llanto, el vuestro.‖

Considerad que Dios se ha dado para cancelar la obra de Satanás en los espíritus. ¿No va a poder derrotar ahora a los diablos que os torturan? ¿No va a poder enjugar vuestro llanto, dispersando a estos diablos y volviendo a enviar de nuevo la paz de su Cristo? ¿Por qué no se lo pedís con fe? Pero con fe verdadera, impetuosa, una fe ante la cual el rigor de Dios –indignado por tantas culpas vuestras- caiga con una sonrisa, y llegue el perdón, que es ayuda, y venga su bendición, como arco iris, a esta tierra que se hunde en un diluvio de sangre querido por vosotros mismos.

Considerad que el Padre, después de haber castigado a los hombres con el diluvio, se dijo a sí mismo y a su Patriarca: ―No volveré a maldecir la tierra a causa de los hombres, porque los sentidos y los pensamientos del corazón humano están inclinados al mal ya desde la adolescencia; por tanto no volveré a castigar a todo ser vivo, como he hecho‖. Y se ha mostrado fiel a su palabra; no ha vuelto a mandar el diluvio. Sin embargo, vosotros ¿cuántas veces os habéis dicho, y habéis dicho a Dios: ―Si nos salvamos esta vez, si nos salvas, no volveremos jamás a hacer guerras, nunca jamás‖,

para hacerlas luego y cada vez más tremendas? ¿Cuántas veces, ¡oh falsos!, y sin respeto hacia el Señor y hacia vuestra palabra? Y, no obstante, Dios os ayudaría una vez más si la gran masa de los fieles le llamase con fe y amor impetuoso.

¡Oh, vosotros –demasiado pocos para contrapesar a los muchos que mantienen vivo el rigor de Dios- vosotros, los que, a pesar del tremendo presente amenazador, que crece por momentos, permanecéis de todas formas devotos a Él, depositad vuestras fatigas a los pies de Dios! Él sabrá enviaros a su ángel, como envió al Salvador al mundo. No temáis. Estad unidos a la Cruz, que siempre ha vencido las insidias del demonio, el cual viene, con la crueldad de los hombres y con las tristezas de la vida, a tratar de reducir a la desesperación –o sea, a que queden separados de Dios- a los corazones que no puede atrapar de otra manera‖.

5o El Niño Jesús, perdido y hallado en el Templo

  1. La disputa de Jesús con los doctores en el Templo. La angustia de la Madre y la respuesta del Hijo.

28 de enero de 1944.

Veo a Jesús. Es ya un adolescente. Lleva una túnica blanca que le llega hasta los pies; me parece que es de lino. Encima, se coloca, formando elegantes pliegues, una prenda rectangular de un color rojo pálido. Lleva la cabeza descubierta. Los cabellos, de una coloración más intensa que cuando le vi de niño, le llegan hasta la mitad de las orejas. Es un muchacho de complexión fuerte, muy alto para su edad (muy tierna aún, como refleja el rostro).

Me mira y me sonríe tendiendo las manos hacia mí. Su sonrisa de todas formas se asemeja ya a la que le veo de adulto: dulce y más bien seria. Está solo. Por ahora no veo nada más. Está apoyado en un murete de una callecita toda en subidas y bajadas, pedregosa y con una zanja que está aproximadamente en su centro y que en tiempo de lluvia se transforma en regato; ahora, como el día está sereno, está seca.

Me da la impresión de estarme acercando yo también al murete y de estar mirando alrededor y hacia abajo, como está haciendo Jesús. Veo un grupo de casas; es un grupo desordenado: unas son altas; otras, bajas; van en todos los sentidos. Parece –haciendo una comparación muy pobre pero muy válida- un puñado de cantos blancos esparcidos sobre un terreno oscuro. Las calles, las callejas, son como venas en medio de esa blancura. Ora aquí, ora allá, hay árboles que descuellan por detrás de las tapias; muchos de ellos están en flor, muchos otros están ya cubiertos de hojas nuevas: debe ser primavera.

A la izquierda respecto a mí que estoy mirando, se alza una voluminosa construcción, compuesta de tres niveles de terrazas cubiertas de construcciones, y torres y patios y pórticos; en el centro se eleva una riquísima edificación, más alta, majestuosa, con cúpulas redondeadas, esplendorosas bajo el sol, como si estuvieran recubiertas de metal, cobre u oro. El conjunto está rodeado por una muralla almenada (almenas de esta forma: M, como si fuera una fortaleza). Una torre de mayor altura que las otras, horcada

en su base sobre una vía más bien estrecha y en subida, cual severo centinela, domina netamente el vasto conjunto.

Jesús observa fijamente ese lugar. Luego se vuelve otra vez, apoya de nuevo la espalda sobre el murete, como antes, y dirige su mirada hacia una pequeña colina que está frente al conjunto del Templo. El collado sufre el asalto de las casas sólo hasta su base, luego aparece virgen. Veo que una calle termina en ese lugar, con un arco tras el cual sólo hay un camino pavimentado con piedras cuadrangulares, irregulares y mal unidas; no son demasiado grandes, no son como las piedras de las calzadas consulares romanas; parecen más bien las típicas piedras de las antiguas aceras de Viareggio (no sé si existen todavía), pero colocadas sin conexión: un camino de mala muerte. El rostro de Jesús toma un aspecto tan serio, que yo fijo mi atención buscando en este collado la causa de esta melancolía. Pero no encuentro nada de especial; es una elevación del terreno, desnuda, nada más. Eso sí, cuando me vuelvo, he perdido a Jesús; ya no está ahí. Y me quedo adormilada con esta visión.

…Cuando me despierto, con el recuerdo en mi corazón de lo que he visto, recobradas un poco las fuerzas y en paz, porque todos están durmiendo, me encuentro en un lugar que nunca antes había visto. En él hay patios y fuentes, pórticos y casas (más bien pabellones, porque tienen más las características de pabellones que de casas). Hay una gran muchedumbre de gente vestida al viejo uso hebreo, y… mucho griterío. Me miro a mi alrededor y, al hacerlo, me doy cuenta de que estoy dentro de esa construcción que Jesús estaba mirando; efectivamente, veo la muralla almenada que circunda el conjunto, y la torre centinela, y la imponente obra de fábrica que se yergue en su centro, pegando a la cual hay pórticos, muy bellos y amplios, y, bajo éstos, multitud de personas ocupadas, quiénes en una cosa, quiénes en otra.

Comprendo que se trata del recinto del Templo de Jerusalén. Veo fariseos, con sus largas vestiduras ondeantes, sacerdotes vestidos de lino y con una placa de precioso material en la parte superior del pecho y de la frente, y con otros reflejos brillantes esparcidos aquí o allá por los distintos indumentos, muy amplios y blancos, ceñidos a la cintura con un cinturón también de material precioso. Luego veo a otros, menos engalanados, pero que de todas formas deben pertenecer también a la casta sacerdotal, y que están rodeados de discípulos más jóvenes que ellos; comprendo que se trata de los doctores de la Ley. Entre todos estos personajes me encuentro como perdida, porque no sé qué pinto yo ahí.

Me acerco al grupo de los doctores, donde ha comenzado una disputa teológica. Mucha gente hace lo mismo.

Entre los ―doctores‖ hay un grupo capitaneado por uno llamado Gamaliel y por otro, viejo y casi ciego, que apoya a Gamaliel en la disputa; oigo que le llaman Hil.lel (pongo la hache porque oigo una aspiración al principio del nombre), y creo que es o maestro o pariente de Gamaliel: lo deduzco de la confidencia y al mismo tiempo respeto con que éste le trata. El grupo de Gamaliel es de mentalidad más abierta, mientras que el otro grupo, que es el más numeroso, está dirigido por uno llamado Siammai, y adolece de esa intransigencia llena de resentimiento, y retrógrada, tan claramente descrita por el Evangelio.

Gamaliel, rodeado de un nutrido grupo de discípulos, habla de la venida del Mesías, y, apoyándose en la profecía de Daniel, sostiene que el Mesías debe haber nacido ya, puesto que ya han pasado unos diez años desde que se cumplieron las setenta semanas profetizadas contando desde que fue publicado el decreto de reconstrucción del Templo. Siammai le plantea batalla afirmando que, si bien es cierto que el Templo fue reconstruido, no es menos cierto que la esclavitud de Israel ha aumentado, y que la paz que debía haber traído Aquel que los Profetas llaman ―Príncipe de la paz‖ está bien lejos de ser una realidad en el mundo, y especialmente en Jerusalén, oprimida bajo el peso de un enemigo que osa extender su dominio hasta incluso dentro del recinto del Templo, controlado por la Torre Antonia, que está llena de legionarios romanos dispuestos a aplacar con la espada cualquier tumulto de independencia patria.

La disputa, llena de cavilosidades, está destinada a durar. Cada uno de los maestros hace alarde de erudición, no tanto para vencer a su rival, cuanto para atraerse la admiración de los que escuchan; este propósito es evidente.

Del interior del nutrido grupo de fieles se oye una tierna voz de niño: ―Gamaliel tiene razón‖.

Movimiento en la gente y en el grupo de doctores: buscan al que acaba de interrumpir; de todas formas, no hace falta buscarle, Él no se esconde; antes bien, se abre paso entre la gente y se acerca al grupo de los ―rabíes‖. Reconozco en Él a mi Jesús adolescente. Se le ve seguro y franco, y sus ojos centellean llenos de inteligencia.

―¿Quién eres?‖ le preguntan.

―Un hijo de Israel que ha venido a cumplir con lo que la Ley ordena‖.

Gusta esta respuesta intrépida y segura, y obtiene sonrisas de aprobación y de benevolencia. Despierta interés el pequeño israelita.

―¿Cómo te llamas?‖.

―Jesús de Nazaret‖.

Y aquí acaba la benevolencia del grupo de Siammai. Sin embargo, Gamaliel, más benigno, prosigue el diálogo junto con Hil.lel. Es más, es Gamaliel el que, con deferencia, le dice al anciano: ―Pregúntale alguna cosa al niño‖.

―¿En qué basas tu seguridad?‖ pregunta Hil.lel.

(Encabezo las respuestas con los nombres para abreviar y para que sea más claro).

Jesús: ―En la profecía, que no puede errar respecto a la época, y en los signos que la acompañaron cuando llegó el tiempo de su cumplimiento. Cierto es que César nos domina. Pero el mundo gozaba de gran paz y estaba muy tranquila Palestina cuando se cumplieron las setenta semanas. Tanto es así que le fue posible a César ordenar el censo en sus dominios; no habría podido hacerlo si hubiera habido guerra en el Imperio o revueltas en Palestina. De la misma forma que se cumplió ese tiempo, ahora se está cumpliendo ese otro de las sesenta y dos más una desde la terminación del Templo, para

que el Mesías sea ungido y se cumpla lo que conlleva la profecía para el pueblo que no le quiso. ¿Podéis dudarlo? ¿No recordáis que la estrella fue vista por los Sabios de Oriente y fue a detenerse justo en el cielo de Belén de Judá, y que las profecías y las visiones, desde Jacob en adelante, indican ese lugar como el destinado a recibir el nacimiento del Mesías, hijo del hijo de Jacob, a través de David, que era de Belén? ¿No os acordáis de Balaam? ―Una estrella nacerá de Jacob‖. Los Sabios de Oriente, cuya pureza y fe abría sus propios ojos y sus propios oídos, vieron la Estrella y comprendieron su Nombre: ―Mesías‖, y vinieron a adorar a la Luz que había descendido al mundo‖.

Siammai, con mirada maligna: ―¿Dices que el Mesías nació cuando la Estrella, en Belén Efratá?‖.

Jesús: ―Yo lo digo‖.

Siammai: ―Entonces ya no existe. ¿No sabes, niño, que Herodes mandó matar a todos los nacidos de mujer de un día a dos años de edad de Belén y de los alrededores? Tú, Tú que sabes tan bien la Escritura, debes saber también que ―un grito se ha oído en lo alto… Es Raquel que está llorando por sus hijos‖. Los valles y las alturas de Belén, que recogieron el llanto de la agonizante Raquel, se llenaron de llanto revivido por las madres ante sus hijos asesinados. Entre ellas estaba, sin duda, también la Madre del Mesías‖.

Jesús: ―Te equivocas, anciano. El llanto de Raquel hízose himno, pues donde ella había dado a luz al ―hijo de su dolor‖, la nueva Raquel dio al mundo al Benjamín del Padre celestial, Hijo de su derecha, Aquel que ha sido destinado para congregar al pueblo de Dios bajo su cetro y liberarle de la más terrible de las esclavitudes‖.

Siammai: ―¿Y cómo, si le mataron?‖.

Jesús: ―¿No has leído de Elías que fue raptado por el carro de fuego? ¿Y no va a haber podido salvar el Señor Dios a su Emmanuel para que fuera Mesías de su pueblo? Él, que separó el mar ante Moisés para que Israel pasase sin mojarse hacia su tierra, ¿no va a haber podido mandar a sus ángeles a librar a su Hijo, a su Cristo, de la crueldad del hombre? En verdad os digo: el Cristo vive y está entre vosotros, y cuando llegue su hora se manifestará en su potencia”. La voz de Jesús, al decir estas palabras que he subrayado, resuena en un modo que llena el espacio. Sus ojos centellean aún más, y, con un gesto de dominio y de promesa, tiende el brazo y la mano derecha, y luego los baja, como para jurar. Es todavía un niño, pero ya tiene la solemnidad de un hombre.

Hil.lel: ―Niño, ¿quién te ha enseñado estas palabras?‖.

Jesús: ―El Espíritu de Dios. Yo no tengo maestro humano. Ésta es la Palabra del Señor que os habla a través de mis labios‖.

Hil.lel: ―Ven aquí entre nosotros, que quiero verte de cerca, ¡oh, niño!, para que mi esperanza se reavive en contacto con tu fe y mi alma se ilumine con el sol de la tuya‖.

Y le sientan a Jesús en un asiento alto y sin respaldo, entre Gamaliel e Hil.lel, y le entregan unos rollos para que los lea y los explique. Es un examen en toda regla. La muchedumbre se agolpa atenta.

La voz infantil de Jesús lee: ― ̳Consuélate, pueblo mío. Hablad al corazón de Jerusalén, consoladla porque su esclavitud ha terminado… Voz de uno que grita en el desierto: preparad los caminos del Señor… Entonces se manifestará la gloria del Señor…‘‖.

Siammai: ―Como puedes ver, nazareno, aquí se habla de una esclavitud ya terminada. Y nosotros somos ahora más esclavos que nunca. Aquí se habla de un precursor. ¿Dónde está? Tú desvarías‖.

Jesús: ―Yo te digo que tú y los que son como tú, más que los demás, necesitáis escuchar la llamada del Precursor. Si no, no veréis la gloria del Señor, ni comprenderás la palabra de Dios, porque las bajezas, las soberbias, las dobleces, te obstaculizarán ver y oír‖. Siammai: ¿Así le hablas a un maestro?.

Jesús: ―Así hablo y así hablaré hasta la muerte. Porque por encima de mi propio beneficio está el interés del Señor y el amor a la Verdad, de la cual soy Hijo. Y además te digo, rabí, que la esclavitud de que habla el Profeta, que es de la que Yo hablo, no es la que crees, como tampoco la regalidad será la que tú piensas. Antes bien, por mérito del Mesías, el hombre será liberado de la esclavitud del Mal que le separa de Dios, y la señal del Cristo, liberados los espíritus de todo yugo, hechos súbditos del Reino eterno, signará a éstos. Todas las naciones inclinarán su cabeza, ¡oh, estirpe de David!, ante el Vástago de ti nacido, árbol ahora que extiende sus ramas sobre toda la Tierra y se alza hacia el Cielo. Y en el Cielo y en la Tierra toda boca glorificará su Nombre y doblará su rodilla ante el Ungido de Dios, ante el Príncipe de la Paz, el Caudillo, ante Aquel que, tomando de sí mismo, embriagará a toda alma cansada y saciará toda alma hambrienta; el Santo que estipulará una alianza entre la Tierra y el Cielo; no como la que fue estipulada con los Padres de Israel cuando Dios los sacó de Egipto (siguiendo considerándolos de todas formas siervos), sino imprimiendo la paternidad celeste en el espíritu de los hombres con la gracia de nuevo infundida por los méritos del Redentor, por el cual todos los hombres buenos conocerán al Señor y el Santuario de Dios no volverá a ser destruido y hollado‖.

Siammai: ―¡Pero, niño, no blasfemes! Acuérdate de Daniel, que dice que, cuando hayan matado al Cristo, el Templo y la Ciudad serán destruidos por un pueblo y por un caudillo venideros. ¡Y tú sostienes que el Santuario de Dios no volverá a ser derribado! ¡Respeta a los Profetas!‖.

Jesús: ―En verdad te digo que hay Uno que está por encima de los Profetas, y tú no le conoces, ni le conocerás, porque te falta el deseo de ello. Y has de saber que todo cuanto he dicho es verdad. No conocerá ya la muerte el Santuario verdadero. Al igual que su Santificador, resucitará para vida eterna y, al final de los días del mundo, vivirá en el Cielo‖.

Hil.lel.: ―Préstame atención, niño. Ageo dice: ―…Vendrá el Deseado de las gentes… Grande será entonces la gloria de esta casa, y de esta última más que de la primera‖. ¿Crees que se refiere al Santuario de que Tú hablas?‖.

Jesús: ―Sí, maestro. Esto es lo que quiere decir. Tu rectitud te conduce hacia la Luz, y Yo te digo que, una vez consumado el Sacrificio del Cristo, recibirás paz porque eres un israelita sin malicia‖.

Gamaliel: ―Dime, Jesús: ¿Cómo puede esperarse la paz de que hablan los Profetas, si tenemos en cuenta que este pueblo ha de sufrir la devastación de la guerra? Habla y dame luz también a mí‖.

Jesús: ―¿No recuerdas, maestro, que quienes estuvieron presentes la noche del nacimiento del Cristo dijeron que las formaciones angélicas cantaron: ―Paz a los hombres de buena voluntad‖? Ahora bien, este pueblo no tiene buena voluntad, y no gozará de paz; no reconocerá a su Rey, al Justo, al Salvador, porque le espera como rey con poder humano, mientras que es Rey del espíritu; y no le amará, puesto que el Cristo predicará lo que no les gusta a este pueblo. Los enemigos, los que llevan carros y caballos, no serán subyugados por el Cristo; sí los del alma, los que doblegan, para infernal dominio, el corazón del hombre, creado por el Señor. Y no es ésta la victoria que de Él espera Israel. Tu Rey vendrá, Jerusalén, sobre ―la asna y el pollino‖, o sea, los justos de Israel y los gentiles; mas Yo os digo que el pollino le será más fiel a Él y, precediendo a la asna, le seguirá, y crecerá en el camino de la Verdad y de la Vida. Israel, por su mala voluntad, perderá la paz, y sufrirá en sí, durante siglos, aquello mismo que hará sufrir a su Rey al convertirle en Rey de dolor de que habla Isaías‖.

Siammai: ―Tu boca tiene al mismo tiempo sabor de leche y de blasfemia, nazareno. Responde: ¿Dónde está el Precursor? ¿Cuándo lo tuvimos?‖.

Jesús: ―Él es ya una realidad. ¿No dice Malaquías: Yo envío a mi ángel para que prepare delante de mí el camino; en seguida vendrá a su Templo el Dominador que buscáis y el Ángel del Testamento, anhelado por vosotros‘? Luego entonces el Precursor precede inmediatamente al Cristo. Él es ya una realidad, como también lo es el Cristo. Si transcurrieran años entre quien prepara los caminos al Señor y el Cristo, todos los caminos volverían a llenarse de obstáculos y a hacerse retortijados. Esto lo sabe Dios y ha previsto que el Precursor preceda en una hora sólo al Maestro. Cuando veáis al Precursor, podréis decir: ―Comienza la misión del Cristo‖. Y a ti te digo que el Cristo abrirá muchos ojos y muchos oídos cuando venga a estos caminos; mas no vendrá a los tuyos, ni a los de los que son como tú. Vosotros le daréis muerte por la Vida que os trae. Pero cuando –más alto que este Templo, más alto que el Tabernáculo que está dentro del Santo de los Santos, más alto que la Gloria que está sostenida por los Querubines- el Redentor ocupe su trono y su altar, de sus numerosísimas heridas fluirán: maldición para los deicidas; vida para los gentiles. Porque Él, ¡oh, maestro insipiente!, no es, lo repito, Rey de un reino humano, sino de un Reino espiritual, y sus súbditos serán únicamente aquellos que por su amor sepan renovarse en el espíritu y, como Jonás, nacer una segunda vez, en tierras nuevas,  ̳las de Dios‘, a través de la generación espiritual que tendrá lugar por Cristo, el cual dará a la humanidad la Vida verdadera‖.

Siammai y sus seguidores: ―¡Este nazareno es Satanás!‖.

Hil.lel y los suyos: ―No. Este niño es un Profeta de Dios. Quédate conmigo, Niño; así mi ancianidad transfundirá lo que sabe en tu saber, y Tú serás Maestro del pueblo de Dios‖. Jesús: En verdad te digo que si muchos fueran como tú, Israel sanaría; mas la hora mía no ha llegado. A mí me hablan las voces del Cielo, y debo recogerlas en la soledad hasta que llegue mi hora. Entonces hablaré, con los labios y con la sangre, a Jerusalén; y correré la misma suerte que corrieron los Profetas, a quienes Jerusalén misma lapidó y les quitó la vida. Pero sobre mi ser está el del Señor Dios, al cual Yo me someto como siervo fiel para hacer de mí escabel de su gloria, en espera de que Él haga del mundo escabel para los pies del Cristo. Esperadme en mi hora. Estas piedras oirán de nuevo mi voz y trepidarán cuando diga mis palabras últimas. Bienaventurado los que hayan oído a Dios en esa voz y crean en Él a través de ella: el Cristo les dará ese Reino que vuestro egoísmo sueña humano y que, sin embargo, es celeste, y por el cual Yo digo: ―Aquí tienes a tu siervo, Señor, que ha venido a hacer tu voluntad. Consúmala, porque ardo en deseos de cumplirla‘‖.

Y con la imagen de Jesús con su rostro inflamado de ardor espiritual elevado al cielo, con los brazos abiertos, erguido entre los atónitos doctores, me termina la visión.

22 de febrero de 1944.

Dice Jesús:

―Volvemos muy atrás en el tiempo, muy atrás. Volvemos al Templo, donde Yo, con doce años, estoy disputando; es más, volvemos a las vías que van a Jerusalén, y de Jerusalén al Templo.

Observa la angustia de María al ver –una vez congregados de nuevo juntos hombres y mujeres- que Yo no estoy con José.

No levanta la voz regañando duramente a su esposo. Todas las mujeres lo habrían hecho; lo hacéis, por motivos mucho menores, olvidándoos de que el hombre es siempre cabeza del hogar. No obstante, el dolor que emana del rostro de María traspasa a José más de lo que pudiera hacerlo cualquier tipo de reprensión. No se da tampoco María a escenas dramáticas. Por motivos mucho menores, vosotras lo hacéis deseando ser notadas y compadecidas. No obstante, su dolor contenido es tan manifiesto (se pone a temblar, palidece su rostro, sus ojos se dilatan) que conmueve más que cualquier escena de llanto y gritos.

Ya no siente ni fatiga ni hambre. ¡Y el camino había sido largo, y sin reparar fuerzas desde hacía horas! Deja todo; deja el camastro que se estaba preparando, deja la comida que iban a distribuir. Deja todo y regresa. Está avanzada la tarde, anochece; no importa; todos sus pasos la llevan de nuevo hacia Jerusalén; hace detenerse a las caravanas, a los peregrinos; pregunta, José la sigue, la ayuda. Un día de camino en dirección contraria, luego la angustiosa búsqueda por la Ciudad.

¿Dónde, dónde puede estar su Jesús? Y Dios permite que Ella, durante muchas horas, no sepa dónde buscarme. Buscar a un niño en el Templo no era cosa juiciosa: ¿qué iba a tener que hacer un niño en el Templo? En el peor de los casos, si se hubiera perdido por la ciudad y, llevado de sus cortos pasos, hubiera vuelto al Templo, su llorosa voz habría llamado a su mamá, atrayendo la atención de los adultos y de los sacerdotes, y se habrían puesto los medios para buscar a los padres fijando avisos en las puertas. Pero no había ningún aviso. Nadie sabía nada de este Niño en la ciudad. ¿Guapo? ¿Rubio? ¿Fuerte? ¡Hay muchos con esas características! Demasiado poco para poder decir: ―¡Le he visto! ¡Estaba allí o allá!‖.

Y vemos a María, pasados tres días, símbolo de otros tres días de futura angustia, entrando exhausta en el Templo, recorriendo patios y vestíbulos. Nada. Corre, corre la pobre Mamá hacia donde oye una voz de niño. Hasta los balidos de los corderos le parecen el llanto de su Hijo buscándola. Mas Jesús no está llorando; está enseñando. Y he aquí que desde detrás de una barrera de personas llega a oídos de María la amada voz diciendo:  ̳Estas piedras trepidarán…‘. Entonces trata de abrirse paso por entre la muchedumbre, y lo consigue después de una gran fatiga: ahí está su Hijo, con los brazos abiertos, erguido entre los doctores.

María es la Virgen prudente. Pero esta vez la congoja sobrepuja su comedimiento. Es una presa que derriba todo lo que pilla a su paso. Corre hacia su Hijo, le abraza, levantándole y bajándole del escabel, y exclama: ―¡Oh! ¿Por qué nos has hecho esto! Hace tres días que te estamos buscando. Tu Madre está a punto de morir de dolor, Hijo. Tu padre está derrengado de cansancio. ¿Por qué, Jesús?‖.

No se preguntan los ―porqués‖ a Aquel que sabe, los ―porqués de su forma de actuar. A los que han sido llamados no se les pregunta ―por qué‖ dejan todo para seguir la voz de Dios. Yo era Sabiduría y sabía; Yo había ―sido llamado‖ a una misión y la estaba cumpliendo. Por encima del padre y de la madre de la tierra, está Dios, Padre divino; sus intereses son superiores a los nuestros; su amor es superior a cualquier otro. Y esto es lo que le digo a mi Madre.

Termino de enseñar a los doctores enseñando a María, Reina de los doctores. Y Ella no se olvidó jamás de ello. Volvió a surgir el Sol en su corazón al tenerme de la mano, de esa mano humilde y obediente; pero mis palabras también quedaron en su corazón. Muchos soles y muchas nubes habrían de surcar todavía el cielo durante los veintiún años que debía Yo permanecer aún en la tierra. Mucha alegría y mucho llanto, durante veintiún años, se darán el relevo en su corazón. Mas nunca volverá a preguntar: ―¿Por qué nos has hecho esto, Hijo mío?‖.

¡Aprended, hombres arrogantes!

He explicado e iluminado Yo la visión porque tú no estás en condiciones de hacer más‖. MISTERIOS LUMINOSOS: (se rezan los jueves)

1o El Bautismo de Jesús en el río Jordán

45.PREDICACIÓN DE JUAN EL BAUTISTA Y BAUTISMO DE JESÚS.

LA MANIFESTACIÓN DIVINA.

3 de febrero de 1944, por la noche.

1Veo una llanura despoblada de vegetación y de casas. No hay campos cultivados, y muy pocas y raras plantas reunidas aquí o allá en matas – vegetales familias – en los sitios en que el suelo está por debajo menos quemado. Imagine que este terreno quemado y baldío está a mi derecha – teniendo yo el norte a mis espaldas – y se prolonga hacia el Sur respecto a mí.

A la izquierda veo un río de orillas muy bajas, que corre lentamente también de Norte a Sur. Por el movimiento lentísimo del agua comprendo que no debe haber desniveles en su lecho y que fluye por una llanura tan achatada que constituye una depresión. El movimiento es apenas suficiente para que el agua no se estanque formando un pantano. (El agua es poco profunda, tanto que se ve el fondo; a mi juicio, no más de un metro, como mucho uno y medio. Tiene la anchura del Arno hacia S. Miniato-Empoli: yo diría que unos veinte metros. Pero no tengo buen ojo para calcular con exactitud). Es de un azul ligeramente verde hacia las orillas, donde, por la humedad del suelo, hay una faja tupida de hierba que alegra la vista, cansada de la desolación pedregosa y arenosa de cuanto se le extiende delante.

Esa voz íntima que le he explicado que oigo y me indica lo que debo notar y saber me advierte que estoy viendo el valle del Jordán. Lo llamo valle porque se emplea esta palabra para indicar el lugar por donde corre un río, pero en este caso es impropio llamarlo así porque un valle presupone montes y yo aquí no veo montes cercanos. Pero, en fin, estoy en el Jordán, y el espacio desolado que observo a mi derecha es el desierto de Judá. Si es correcto llamarlo desierto en el sentido de un lugar donde no hay casas ni trabajo humano, no lo es según el concepto que nosotros tenemos de desierto. Aquí no se ven esas arenas onduladas que nosotros nos pensamos, sino sólo tierra desnuda, con piedras y detritus esparcidos; es como los terrenos aluviales después de una crecida. En la lejanía, colinas.

Además, junto al Jordán hay una gran paz, un algo especial, superior a lo común, como lo que se nota en las orillas del Trasimeno. Es un lugar que parece guardar memoria de vuelos de ángeles y voces celestes. No sé bien decir lo que experimento, pero me siento en un lugar que habla al espíritu.

2Mientras observo estas cosas, veo que la escena se puebla de gente a lo largo de la orilla derecha – respecto a mí – del Jordán. Hay muchos hombres, vestidos de diversas formas. Algunos parecen gente del pueblo, otros ricos; no faltan algunos que parecen fariseos por el vestido ornado de ribetes y galones.

Entre todos ellos, en pie sobre una roca, un hombre a quien, aunque sea la primera vez que le veo, lo reconozco en seguida como el Bautista. Habla a la multitud, y le aseguro que no son palabras dulces. Jesús llamó a Santiago y a Juan «los hijos del trueno»… ¿Cómo llamar entonces a este vehemente orador? Juan Bautista merece el nombre de rayo, avalancha, terremoto… ¡Gran ímpetu y severidad, manifiesta, efectivamente, en su modo de hablar y en sus gestos!

Habla anunciando al Mesías y exhortando a preparar los corazones para su venida, extirpando de ellos los obstáculos y enderezando los pensamientos. Es un hablar vertiginoso y rudo. El Precursor no tiene la mano suave de Jesús sobre las llagas de los corazones. Es un médico que desnuda y hurga y corta sin miramientos.

3Mientras le escucho – no repito las palabras porque son las mismas que citan los evangelistas, pero ampliadas en impetuosidad – veo que mi Jesús se acerca a lo largo de un senderillo que va por el borde de la línea herbosa y umbría que sigue el curso del Jordán. Este rústico camino (más sendero que camino) parece dibujado por las caravanas Y las personas que durante años y siglos lo han recorrido para llegar a un punto donde, por ser menos profundo el fondo del río, es fácil vadearlo. El sendero continúa por el otro lado del río y se pierde entre la hierba de la orilla opuesta.

Jesús está solo. Camina lentamente, acercándose, a espaldas de Juan. Se aproxima sin que se note y va escuchando la voz de trueno del Penitente del desierto, como si fuera uno de tantos que iban a Juan para que los bautizara, y a prepararse a quedar limpios para la venida del Mesías. Nada le distingue a Jesús de los demás. Parece un hombre común por su vestir; un señor en el porte y la hermosura, mas ningún signo divino le distingue de la multitud.

Pero diríase que Juan ha sentido una emanación de espiritualidad especial, Se vuelve y detecta inmediatamente su fuente. Baja impetuosamente de la roca que le servía de púlpito y va deprisa hacia Jesús, que se ha detenido a algunos metros del grupo apoyándose en el tronco de un árbol.

4Jesús y Juan se miran fijamente un momento. Jesús con esa mirada suya azul tan dulce; Juan con su ojo severo, negrísimo, lleno de relámpagos. Los dos, vistos juntos, son antitéticos. Altos los dos – es el único parecido -, son muy distintos en todo lo demás. Jesús, rubio y de largos cabellos ordenados, rostro de un blanco marmóreo, ojos azules, atavío sencillo pero majestuoso. Juan, hirsuto, negro: negros cabellos que caen lisos sobre los hombros (lisos y desiguales en largura); negra barba rala que le cubre casi todo el rostro, sin impedir con su velo que se noten los carrillos ahondados por el ayuno; negros ojos febriles; oscuro de piel, bronceada por el sol y la intemperie; oscuro por el tupido vello que le cubre. Juan está semidesnudo, con su vestidura de piel de camello (sujeta a la cintura por una correa de cuero), que le cubre el torso cayendo apenas bajo los costados delgados y dejando descubiertas las costillas en la parte derecha, esas costillas cubiertas por el único estrato de tejidos que es la piel curtida por el aire. Parecen un salvaje y un ángel vistos juntos.

Juan, después de escudriñarle con su ojo penetrante, exclama: «He aquí el Cordero de Dios. ¿Cómo es que viene a mí mi Señor?».

Jesús responde lleno de paz: «Para cumplir el rito de penitencia».

«Jamás, mi Señor. Soy yo quien debe ir a ti para ser santificado, ¿y Tú vienes a mí?».

Y Jesús, poniéndole una mano sobre la cabeza, porque Juan se había inclinado ante Él, responde: «Deja que se haga como deseo, para que se cumpla toda justicia y tu rito sea inicio para un más alto misterio y se anuncie a los hombres que la Víctima está en el mundo».

5Juan le mira con los ojos dulcificados por una lágrima y le precede hacia la orilla. Allí Jesús se quita el manto, la túnica y la prenda interior quedándose con una especie de pantalón corto; luego baja al agua, donde ya está Juan, que le bautiza vertiendo sobre su cabeza agua del río, tomada con una especie de taza que lleva colgada del cinturón y que a mí me parece como una concha o una media calabaza secada y vaciada.

Jesús es exactamente el Cordero. Cordero en el candor de la carne, en la modestia del porte, en la mansedumbre de la mirada.

Mientras Jesús remonta la orilla y, después de vestirse, se recoge en oración, Juan le señala ante las turbas y testifica que le ha reconocido por el signo que el Espíritu de Dios le había indicado como señal infalible del Redentor.

Pero yo estoy polarizada en mirar a Jesús orando, y sólo tengo presente esta figura de luz que resalta sobre el fondo de hierba de la ribera.

2o La autorrevelación de Jesús en las Bodas de Caná

50.LAS BODAS DE CANÁ. EL HIJO, NO SUJETO YA A LA MADRE, LLEVA A CABO PARA ELLA EL PRIMER MILAGRO.

16 de enero de 1944, de noche. Las bodas de Caná.

1Veo una casa. Una característica casa oriental: un cubo blanco más ancho que alto, con raras aberturas, terminada en una azotea que está rodeada por un pequeño muro de aproximadamente un metro de alto y sombreada por una pérgola de vid que trepa hasta allí y extiende sus ramas sobre más de la mitad de esta soleada terraza que hace de techo. Una escalera exterior sube a lo largo de la fachada hasta una puerta, que se abre a mitad de altura. En el nivel de la calle hay unas puertas bajas y distanciadas, no más de dos por cada lado, que dan a habitaciones también bajas y oscuras. La casa se alza en medio de una especie de era (más espacio amplio herboso que era) que tiene en el centro un pozo. Hay higueras y manzanos. La casa mira hacia el camino, pero no está situada en él; está un poco hacia dentro, y un sendero, entre la hierba, la une a aquél, que parece camino de primer orden.

Se diría que la casa está en la periferia de Caná: casa de propietarios campesinos que viven en medio de su finca. El campo se extiende tras la casa con sus lejanías verdes y apacibles. Hay un bonito sol y un azul tersísimo de cielo. En principio no veo nada más. La casa está sola.

2Después veo a dos mujeres, con largos vestidos y un manto que hace también de velo. Vienen por el camino y luego por el sendero. Una es más anciana: cincuenta años aproximadamente, y viste de oscuro: un color pardo-marrón como de lana natural. La otra está vestida de un color más claro: un vestido amarillo pálido y manto azul, y aparenta unos treinta y cinco años. Es muy hermosa, esbelta, y tiene un porte lleno de dignidad, a pesar de ser toda gentileza y humildad. Cuando está más cerca, noto el color pálido del rostro, los ojos azules y los cabellos rubios que pueden verse sobre la frente bajo el velo. Reconozco a María Santísima. Quién pueda ser la otra, que es morena y

más anciana, no lo sé. Hablan entre ellas. La Virgen sonríe. Cerca ya de la casa, alguien, encargado de ver quiénes iban llegando, lo comunica, y salen a su encuentro hombres y mujeres – todos vestidos de fiesta – que las acogen con gran alegría, especialmente a María Santísima.

La hora parece matutina, yo diría que hacia las nueve – quizás antes -, porque el campo tiene todavía ese aspecto fresco de las primeras horas del día por el rocío que hace aparecer más verde a la hierba y por el aire aún exento de polvo. La estación me parece primaveral pues la hierba de los prados no está quemada por el verano y el trigo de los campos está aún tierno y sin espiga, todo verde. Las hojas de la higuera y del manzano también están verdes, y todavía tiernas, y también las de la parra. Pero no veo flores en el manzano; y no veo fruta, ni en el manzano, ni en la higuera, ni en la vid. Señal de que el manzano ha florecido ya, pero hace poco tiempo, y los pequeños frutos todavía no se ven.

3María, agasajada por un anciano que la acompaña – parece el dueño de la casa -, sube la escalera exterior y entra en una amplia sala que parece ocupar toda o buena parte de la planta alta.

Creo comprender que los recintos de la planta baja son las habitaciones propiamente dichas, las despensas, los trasteros y las bodegas; mientras que ésta sería el recinto reservado para usos especiales, como fiestas de carácter excepcional, o para trabajos que requieran mucho espacio, o también para colocar holgadamente productos agrícolas. Si de fiestas se trata, lo vacían completamente y lo adornan, como hoy, con ramas verdes, esterillas y mesas ricamente surtidas de viandas. En el centro, suntuosamente provista de manjares, hay una de estas mesas; encima, ya preparado, ánforas y platos colmados de fruta. A lo largo de la pared de la derecha, respecto a mí que miro, otra mesa, aderezada, aunque menos ricamente. A lo largo de la pared izquierda, una especie de largo aparador y encima de él platos con quesos y otros manjares (me parecen tortas cubiertas de miel, y dulces). En el suelo, junto a esta misma pared, otras ánforas y tres grandes recipientes con forma de jarra de cobre (más o menos; son una especie de tinajas).

María escucha benignamente a todos; después, se quita el manto y ayuda, bondadosa, a terminar los preparativos del banquete. La veo ir y venir, poniendo en orden los divanes, derechas las guirnaldas de flores, mejorando el aspecto de los fruteros, comprobando si en las lámparas hay aceite. Sonríe y habla poquísimo y en voz muy baja, pero escucha mucho y con mucha paciencia.

Un gran rumor de instrumentos musicales viene del camino (realmente poco armónicos). Todos, menos María, corren afuera. Veo entrar a la novia, toda emperifollada y feliz, rodeada de parientes y amigos, al lado del novio, que ha sido el primero en salir presuroso a su encuentro.

4Y en este momento la visión sufre un cambio. Veo, en vez de la casa, un pueblo. No sé si es Caná u otra aldea cercana. Y veo a Jesús con Juan y otro, que me parece que es Judas Tadeo (pero podría equivocarme respecto al segundo). Por lo que respecta a Juan, no me equivoco. Jesús está vestido de blanco y tiene un manto azul marino. Al oír el sonido de los instrumentos, el compañero de Jesús pregunta algo a un hombre de condición sencilla y transmite la respuesta a Jesús.

«Vamos a darle una satisfacción a mi Madre» dice entonces Jesús sonriendo. Y se encamina por las tierras, con sus dos compañeros, hacia la casa. Me he olvidado de decir que tengo la impresión de que María es o pariente o muy amiga de los parientes del novio, porque se ve que los trata con familiaridad.

Cuando Jesús llega, la persona de antes, puesta como centinela, avisa a los demás. El dueño de la casa, junto con su hijo, el novio, y con María, baja al encuentro de Jesús y le saluda respetuosamente. Saluda también a los otros dos. El novio hace lo mismo.

Pero lo que más me gusta es el saludo lleno de amor y de respeto de María a su Hijo, y viceversa. No grandes manifestaciones externas. Pero la palabra de saludo: «La paz está contigo» va acompañada de una mirada de tal naturaleza, y una sonrisa tal, que valen por cien abrazos y cien besos. El beso tiembla en los labios de María pero no lo da. Sólo pone su mano blanca y menuda sobre el hombro de Jesús y apenas le toca un rizo de su larga cabellera: una caricia de púdica enamorada.

5Jesús sube al lado de su Madre; detrás, los discípulos y los dueños de la casa. Entra en la sala del banquete, donde las mujeres se ocupan de añadir asientos y cubiertos para los tres invitados, inesperados según me parece. Yo diría que era dudosa la venida de Jesús y absolutamente imprevista la de sus compañeros.

Oigo con nitidez la voz llena, viril, dulcísima del Maestro decir al poner pie en la sala: «La paz sea en esta casa y la bendición de Dios descienda sobre todos vosotros»: saludo global y lleno de majestad para todos los presentes. Jesús domina con su aspecto y estatura a todos. Es el invitado, y además fortuito, pero parece el rey del convite; más que el novio, más que el dueño de la casa. A pesar de ser humilde y condescendiente, es Él quien se impone.

Jesús toma asiento en la mesa del centro, con el novio, la novia, los parientes de los novios y los amigos más notables. A los dos discípulos, por respeto al Maestro, se los coloca en la misma mesa.

Jesús está de espaldas a la pared en que están las tinajas y los aparadores. Por ello, no lo ve, como tampoco ve el afán del mayordomo con los platos de asado que van siendo introducidos por una puertecita que está junto a los aparadores.

Observo una cosa: menos las respectivas madres de los novios y menos María, ninguna mujer está sentada en esa mesa. Todas las mujeres están – y meten bulla como si fueran cien – en la otra mesa que está pegando a la pared, y se las sirve después de que se ha servido a los novios y a los invitados importantes. Jesús está al lado del dueño de la casa. Tiene enfrente a María, que está sentada al lado de la novia.

El banquete comienza. Le aseguro que no falta el apetito, ni tampoco la sed. Los que comen y beben poco son Jesús y su Madre, la cual, además, habla poquísimo. Jesús habla un poco más. Pero, a pesar de ser pareo de palabras, no se manifiesta ni enfadado ni desdeñoso. Es un hombre afable, pero no hablador. Sí le consultan algo, responde; si le hablan, se interesa, expone su parecer, pero después se recoge en sí como quien está habituado a meditar. Sonríe, nunca ríe. Y, si oye alguna broma demasiado irreflexiva, hace como si no escuchara. María se alimenta de la contemplación de su Jesús, como Juan, que está hacia el fondo de la mesa y atentísimo a los labios de su Maestro.

6María se da cuenta de que los criados cuchichean con el mayordomo y de que éste está turbado, y comprende lo que de desagradable sucede. «Hijo» dice bajo, llamando la atención de Jesús con esa palabra. «Hijo, no tienen más vino».

«Mujer, ¿qué hay ya entre tú y Yo?». Jesús, al decir esta frase, sonríe aún más dulcemente, y sonríe María, como dos que saben una verdad, que es su gozoso secreto y que ignoran todos los demás.

7Jesús me explica el significado de la frase.

«Ese «ya», que muchos traductores omiten, es la clave de la frase y explica su verdadero significado.

Yo era el Hijo sujeto a la Madre hasta el momento en que la voluntad del Padre me indicó que había llegado la hora de ser el Maestro. Desde el momento en que mi misión comenzó, ya no era el Hijo sujeto a la Madre, sino el Siervo de Dios. Rotas las ligaduras morales hacia la que me había engendrado, se transformaron en otras más altas, se refugiaron todas en el espíritu, el cual llamaba siempre «Mamá» a María, mi Santa. El amor no conoció detenciones, ni enfriamiento, más bien habría que decir que jamás fue tan perfecto como cuando, separado de Ella como por una segunda filiación, Ella me dio al mundo para el mundo, como Mesías, como Evangelizador. Su tercera, sublime, mística maternidad, tuvo lugar cuando, en el suplicio del Gólgota, me dió a luz a la Cruz, haciendo de mí el Redentor del mundo.

«¿Qué hay ya entre tú y Yo?». Antes era tuyo, únicamente tuyo. Tú me mandabas, yo te obedecía. Te estaba «sujeto». Ahora soy de mi misión.

¿Acaso no lo he dicho?: «Quien, una vez puesta la mano en el arado, se vuelve hacia atrás a saludar a quien se queda, no es apto para el Reino de Dios». Yo había puesto la mano en el arado para abrir con la reja no la tierra sino los corazones, y sembrar en ellos la palabra de Dios. Sólo levantaría esa mano una vez arrancada de allí para ser clavada en la Cruz y abrir con mi torturante clavo el corazón del Padre mío, haciendo salir de él el perdón para la humanidad.

Ese «ya», olvidado por la mayoría, quería decir esto: «Has sido todo para mí, Madre, mientras fui únicamente el Jesús de María de Nazaret, y me eres todo en mi espíritu; pero, desde que soy el Mesías esperado, soy del Padre mío. Espera un poco todavía y, acabada la misión, volveré a ser todo tuyo; me volverás a tener entre los brazos como cuando era niño y nadie te disputará ya este Hijo tuyo, considerado un oprobio de la humanidad, la cual te arrojará sus despojos para cubrirte incluso a ti del oprobio de ser madre de un reo. Y después me tendrás de nuevo, triunfante, y después me tendrás para siempre, tú tambien triunfante, en el Cielo. Pero ahora soy de todos estos hombres. Y soy del Padre que me ha mandado a ellos».

Esto es lo que quiere decir ese pequeño, y tan denso de significado, «ya»».

8María ordena a los criados: «Haced lo que Él os diga». María ha leído en los ojos sonrientes del Hijo el asentimiento, revestido de una gran enseñanza para todos los «llamados». Y Jesús ordena a los criados: «Llenad de agua los cántaros».

Veo a los criados llenar las tinajas de agua traída del pozo (oigo rechinar la polea subiendo y bajando el cubo que gotea). Veo al mayordomo echarse en la copa un poco de ese líquido con ojos de estupor, probarlo con gestos de aún más vivo asombro, degustarlo y hablarles al dueño de la casa y al novio (estaban cercanos).

María mira una vez más al Hijo y sonríe; luego, tras una nueva sonrisa de Jesús, inclina la cabeza, ruborizándose tenuemente: se siente muy dichosa.

Un murmullo recorre la sala, las cabezas se vuelven todas hacia Jesús y María; hay quien se levanta para ver mejor, quien va a las tinajas… Silencio, y, después, un coro de alabanzas a Jesús.

Pero Él se levanta y dice una frase: «Agradecédselo a María» y se retira del banquete. Los discípulos le siguen. En el umbral de la puerta vuelve a decir: «La paz sea en esta casa y la bendición de Dios descienda sobre vosotros» y añade: «Adiós, Madre».

La visión cesa.

3o El anuncio de Jesús sobre el Reino de Dios y su invitación a la conversión

  1. CURACIÓN DE UN CIEGO EN CAFARNAÚM.

7 de octubre de 1944.

1Dice Jesus, y en seguida me invade la paz, y la alegría de esta paz luminosa pone alegre mi corazón: «Ve. Le gustan mucho los episodios de los ciegos. Pues vamos a darle otro». Y yo veo.

2Estío. El Sol declina con gran belleza. Ha puesto al rojo vivo todo el Occidente, y el lago de Genesaret es una enorme lámina incandescente bajo el cielo encendido.

Veo las calles de Cafarnaúm apenas empezando a poblarse de gente: mujeres que van a la fuente, hombres, pescadores preparando las redes y las barcas para la pesca nocturna, niños que corren jugando por las calles, asnos yendo con cestos hacia la campiña, quizás para coger verduras.

Jesús se asoma a una puerta que da a un pequeño patio todo sombreado por una vid y una higuera; más allá, un caminito pedregoso que bordea el lago. Es la casa de la suegra de Pedro, porque éste está en la orilla con Andrés; prepara en la barca las cestas para el pescado, y las redes; coloca asientos y rollos de cuerdas, todo lo que se necesita para la pesca, en definitiva, y Andrés le ayuda, yendo y viniendo de la casa a la barca.

3Jesús le pregunta a un apóstol: «¿Tendremos buena pesca?».

«Es el tiempo propicio. El agua está tranquila y habrá claro de luna. Los peces subirán a la superficie desde las capas profundas y mi red los arrastrará».

«¿Vamos solos?».

«¡Maestro! ¿Cómo crees que podemos ir solos con este sistema de redes?».

«No he ido nunca a pescar y espero que tú me enseñes». Jesús baja despacito hacía el lago y se detiene en la orilla de arena gruesa y guijarrosa, cerca de la barca.

«Mira, Maestro: se hace así. Yo salgo al lado de la barca de Santiago de Zebedeo, y se va hasta el punto adecuado, así, emparejados. Después se echa la red. Un extremo lo tenemos nosotros; Tú lo quieres tener ¿no?, eso me has dicho».

«Sí, si me explicas lo que tengo que hacer».

«No hay más que vigilar el descenso, que la red baje despacio y sin formar nudos; lentamente, porque estaremos en aguas de pesca y un movimiento demasiado brusco puede alejar a los peces; y sin nudos para no cerrar la red, que se debe abrir como una bolsa, o una vela, si lo prefieres, hinchada por el viento. Luego, cuando toda la red haya bajado, remaremos despacio, o iremos con vela según la necesidad, describiendo un semicírculo sobre el lago, y cuando la vibración de la cabilla de seguridad nos diga que la pesca es buena, nos dirigiremos a tierra firme, y allí, casi en la orilla – no antes, para no correr el riesgo de ver huir la pesca; no después, para no dañar ni a los peces ni la red con las piedras – sacamos la red. En ese momento hace falta tacto, porque las barcas deben acercarse tanto que desde una se pueda retirar el extremo de la red dado a la otra, pero no chocarse para no aplastar la bolsa llena de pescado. 4Atención, Maestro, es nuestro pan. Ojo a la red; que no se descomponga con las sacudídas de los peces. Defienden su libertad con fuertes coletazos, y si son muchos… entiendes… son animales pequeños, pero cuando se juntan diez, cien, mil, adquieren una fuerza como la de Leviatán».

«Como sucede con las culpas, Pedro. En el fondo, una no es irreparable. Pero si uno no tiene cuidado en limitarse a esa una y acumula, acumula, acumula, sucede que al final esa pequeña culpa (quizás una simple omisión, una simple debilidad) se hace cada vez más grande, se transforma en un hábito, se hace vicio capital. Algunas veces se empieza por una mirada concupiscente, y se termina consumando un adulterio. Algunas veces se comienza por una falta de caridad de palabra hacia un pariente, y se termina en un acto violento contra el prójimo. ¡Ay si se empieza y se deja que las culpas aumenten de peso con su número!… Llegan a ser peligrosas y opresoras como la misma Serpiente infernal, y arrastran al abismo de la Gehena».

«Tienes razón, Maestro… Pero, ¡somos tan débiles…!».

«Vigilancia y oración para ser fuertes y obtener ayuda, y firme voluntad de no pecar, luego una gran confianza en la amorosa justicia del Padre».

«¿Dices que no será demasiado severo para con el pobre Simón?».

«Con el Simón viejo podía ser severo, pero con mi Pedro, el hombre nuevo, el hombre, de su Cristo… no, Pedro. Él te ama y continuará amándote».

«¿Y yo?».

«También tú, Andrés, y lo mismo Juan y Santiago, Felipe y Natanael. Sois mis primeros elegidos».

5«¿Vendrán otros? Está tu primo. Y en Judea…».

«¡Oh…, muchos! Mi Reino está abierto a todo el género humano, y en verdad te digo que más abundante que la más copiosa de tus pescas será la mía en las noches de los siglos…: que cada siglo es una noche en la cual es guía y luz, no la pura luz de Orión o la de la Luna marinera, sino la palabra de Cristo y la Gracia que vendrá de Él; noche que conocerá la aurora de un día sin ocaso, de una luz en que todos los fieles vivirán, de un Sol que revestirá a los elegidos y los hará hermosos, eternos, felices como dioses, dioses menores, hijos del Padre Dios, similares a mí … Ahora no podéis entender. Pero en verdad os digo que vuestra vida cristiana os concederá una semejanza con vuestro Maestro, y resplandeceréis en el Cielo por sus mismos signos. Pues bien, Yo obtendré, a pesar de la sorda envidia de Satanás y la flaca voluntad del hombre, una pesca más abundante que la tuya».

«¿Pero seremos nosotros solos tus apóstoles?».

«¿Celoso, Pedro? No. No lo seas. Vendrán otros, y en mi corazón habrá amor para todos. No seas avaro, Pedro. Tú no sabes todavía Quién es el que te ama. ¿Has contado alguna vez las estrellas? ¿Y las piedras del fondo de este lago? No. No podrías. Pues aún menos podrías contar los latidos de amor de que es capaz mi corazón. ¿Has podido alguna vez contar cuántas veces este mar puede besar la orilla con su ósculo de ola en el curso de doce lunas? No. No podrías. Pues aún menos podrías contar las olas de amor que de este corazón se derraman para besar a los hombres. Estáte seguro, Pedro, de mi amor».

Pedro toma la mano de Jesús y la besa. Se le ve conmovido.

Andrés mira y no se atreve. Pero Jesús le pone la mano entre el pelo y dice: «Tambíén a ti te quiero mucho. En la hora de tu aurora verás reflejado en la bóveda del cielo – le verás sin tener que alzar los ojos – a tu Jesús, que te sonreirá para decirte: «Te amo. Ven», y el paso a la aurora te será más dulce que la entrada en una cámara nupcial…».

6«¡Simón! ¡Simón! ¡Andrés! Voy…». Juan corre jadeante hacia ellos. «¡Maestro! ¿Te he hecho esperar?». Juan mira a Jesús con su ojo enamorado.

Pedro interviene: «Verdaderamente empezaba a pensar que quizás ya no venías. Prepara pronto tu barca. ¿Y Santiago?…».

«Eso… nos hemos retrasado por un ciego. Creía que Jesús estaba en nuestra casa y ha ido allí. Le hemos dicho: «No está aquí. Quizás mañana te curará. Espera». Pero no quería esperar. Santiago decía: «Has esperado mucho la luz, ¿qué te supone esperar otra noche?». Pero no atiende a razones…».

«Juan, si tú estuvieras ciego, ¿tendrías prisa de volver a ver a tu madre?».

«¡Claro!».

«¿Y entonces?… ¿Dónde está el ciego?».

«Está viniendo con Santiago. Se le ha agarrado al manto Y no le deja. Pero viene despacio, porque la orilla es pedregosa y él se tropieza… Maestro, ¿me perdonas el haberme comportado con dureza?».

«Sí. Pero en reparación ve a ayudarle al ciego y tráemele».

Juan se marcha corriendo.

Pedro hace un ligero movimiento de cabeza, pero calla. Mira al cielo, que tiende a hacerse azul después de tanto color cobre, mira al lago y a otras barcas que ya han salido a pescar, y suspira.

«¿Simón?».

«¿Maestro?».

«No tengas miedo. Tendrás una pesca abundante aunque salgas el último».

«¿También esta vez?».

«Todas las veces que tengas caridad, Dios te concederá la gracia de la abundancia».

7«Ahí llega el ciego».

El pobrecito camina entre Santiago y Juan. Tiene entre las manos un bastón, pero no lo usa ahora. Va mejor dejándose conducir por los dos discípulos.

«Aquí está el Maestro, frente a ti».

El ciego se arrodilla: «¡Señor mío! ¡Piedad!».

«¿Quieres ver? Levántate. ¿Desde cuándo estás ciego?».

Los cuatro apóstoles se agrupan alrededor de los dos.

«Desde hace siete años, Señor. Antes veía bien y trabajaba. Era herrero en Cesarea Marítima. Ganaba bastante. Siempre tenían necesidad de mi trabajo en el puerto y en los mercados (que eran muchos). Pero, forjando un hierro en forma de ancla – y puedes hacerte una idea de lo rojo que estaba si piensas que no ofrecía resistencia a los golpes – saltó un fragmento incandescente y me quemó el ojo. Ya los tenía enfermos por el calor de la fragua. Perdí este ojo, y el otro también se apagó al cabo de tres meses. He terminado los ahorros y ahora vivo de la caridad…».

«¿Estás solo?».

«Tengo esposa y tres hijos muy pequeños… de uno no conozco ni siquiera su cara… y tengo también a mi madre, que es ya anciana. No obstante, ahora es ella y mi mujer quienes ganan un poco de pan, y con esto y el óbolo que llevo yo, no nos morimos de hambre. ¡Si Tú me curases!… Volvería al trabajo. No pido más que trabajar como un buen israelita y ofrecer un pan a quienes amo».

«¿Y has venido a mí? ¿Quién te lo ha dicho?».

«Un leproso que curaste al pie del Tabor, cuando volvías al lago después de aquel discurso tan hermoso».

«¿Qué te ha dicho?».

«Que Tú lo puedes todo. Que eres salud de los cuerpos y de las almas. Que eres luz para las almas y para los cuerpos, porque eres la Luz de Dios. Él, el leproso, había osado mezclarse entre la muchedumbre, con el riesgo de ser apedreado, completamente envuelto en un manto, porque te había visto pasar hacia el monte y tu rostro le había encendido una esperanza en el corazón. Me dijo: «Vi en ese rostro algo que me dijo: ‘Ahí hay salud. ¡Ve!’. Y fui». Me repitió tu discurso y me dijo que Tú le curaste tocándole, sin repugnancia, con tu mano. Volvía de los sacerdotes después de la purificación. Yo le conocía, porque le había servido cuando tenía un almacén en Cesarea. Y ahora he venido, por ciudades y pueblos, preguntando por ti. Y te he encontrado… ¡Piedad de mí!».

8«Ven. ¡Demasiado viva es todavía la luz para uno que sale de la oscuridad!».

«Entonces, ¿me curas?».

Jesús le conduce hacia la casa de la suegra de Pedro, a la luz atenuada del huertecillo, se le pone delante, pero de forma que los ojos curados no sufran el primer impacto del lago aún todo jaspeado de luz. El hombre se deja llevar tan dócilmente, sin preguntar siquiera, que parece un niño dulcísimo.

«¡Padre! ¡Tu luz a este hijo tuyo!». Jesús tiene extendidas las manos sobre la cabeza del hombre, que está de rodillas. Permanece así un momento. Luego se moja la punta de los dedos con saliva y toca apenas con su mano derecha los ojos, que están abiertos pero no tienen vida.

Pasa un momento. El hombre parpadea y se restriega los ojos, como uno que saliera del sueño y los tuviera obnubilados.

«¿Qué ves?».

«¡Oh!… ¡Oh!… ¡Oh, Dios Eterno! ¡Me parece… me parece… oh… que veo… te veo el vestido… es rojo, ¿no es verdad?, y una mano blanca… y un cinturón de lana!… ¡Oh, Jesús bueno… veo cada vez mejor cuanto más me habitúo a ver!… La hierba del suelo… y eso es un pozo, ¡claro!, y allí hay una vid…».

«Levántate, amigo».

El hombre, que llora y ríe al mismo tiempo, se alza y, pasado un instante de lucha entre el respeto y el deseo, levanta la cara y encuentra la mirada de Jesús, un Jesús sonriente de piedad, de una piedad que es toda amor. ¡Debe ser muy bonito recuperar la vista y ver como primer Sol ese rostro! El hombre emite un grito y tiende los brazos; es un acto instintivo. Pero en seguida se frena.

Es Jesús quien abriendo los suyos arrima a sí al hombre, que es mucho más bajo que Él. «Ve a tu casa, ahora, y sé feliz y justo. Ve con mi paz».

«¡Maestro, Maestro! ¡Señor! ¡Jesús! ¡Santo! ¡Bendito! La luz… Pero si veo… veo todo… Ahí, el lago azul y el cielo sereno y los últimos rayos de sol y el primer atisbo de luna… Pero el azul más hermoso y sereno lo veo en tu ojo; y en ti veo la belleza del Sol más verdadero, y resplandecer lo puro de la Luna más santa. ¡Astro de los que sufren, Luz de los ciegos, Piedad que vives y obras!».

«Yo soy Luz de los espíritus. Sé hijo de la Luz».

«Siempre, Jesús. Cada vez que mi párpado se abra o cierre sobre mi pupila renacida, renovaré este juramento. ¡Benditos seáis Tú y el Altísimo!».

«¡Bendito sea el Altísimo Padre! Adiós».

Y el hombre parte dichoso, seguro, mientras Jesús y los estupefactos apóstoles bajan a dos barcas y comienzan la maniobra de la navegación.

Y la visión termina.

4o La Transfiguración de Jesús en el Monte Tabor

  1. LA TRANSFIGURACIÓN

(Escrito el 3 de diciembre de 1945 y el 5 de agosto de 1944)

¿Qué hombre hay que no haya visto, por lo menos una vez en su vida, un amanecer sereno de marzo? Y si lo hubiere, es muy infeliz, porque no conoce una de las bellezas más grandes de la naturaleza a la que la primavera ha despertado, la hecho cual una doncella, como debía haberlo sido en el primer día.

En medio de esta belleza, que es límpida en todos aspectos y cosas desde las hierbas nuevas y llenas de rocío, hasta las florecitas que se abren, como niños que acabaran de nacer, desde la primera sonrisa que la luz dibuja en el día, hasta los pajarillos que se despiertan con un batir de alas y lanzan su primer ―pío‖ interrogativo, preludio de todos sus canoros discursos que lanzarán durante el día, hasta el aroma mismo del aire que ha perdido en la noche, con el baño del rocío y la ausencia del hombre, toda mota de polvo, humo, olor de cuerpo humano, van caminando Jesús, los apóstoles y discípulos. Con ellos viene también Simón de Alfeo. Van en dirección del sudeste, pasando las colinas que coronan Nazaret, atraviesan un arroyo, una llanura encogida entre las colinas nazaretanas y un grupo de montes en dirección hacia el este.

El cono semitrunco del Tabor precede a estos montes. El cono semitrunco me recuerda, no sé por qué, en su cima a la lámpara de nuestra ronda vista de perfil.

Llegan al Tabor. Jesús se detiene y dice: ―Pedro, Juan y Santiago de Zebedeo, venid conmigo arriba al monte. Los demás desparramaos por las faldas, yendo por los caminos que lo rodean, y predicad al Señor. Quiero estar de regreso en Nazaret al atardecer. No os alejéis, pues, mucho. La paz esté con vosotros.‖ Y volviéndose a los tres, dice: ―Vamos‖, y empieza a subir sin volver su mirada atrás y con un paso tan rápido que Pedro que le sigue, apenas si puede.

En un momento en que se detienen, Pedro colorado y sudado, le pregunta jadeando: ―¿A dónde vamos? No hay casas en el monte. En la cima está aquella vieja fortaleza. ¿Quieres ir a predicar allá?‖

―Hubiera tomado el otro camino. Estás viendo que le he volteado las espaldas. No iremos a la fortaleza, y quien estuviere en ella ni siquiera nos verá. Voy a unirme con mi Padre, y os he querido conmigo porque os amo. ¡Ea, ligeros!‖

―Oh, Señor mío, ¿no podríamos ir un poco más despacio, y así hablar de lo que oímos y vimos ayer, que nos dio para pasar hablando toda la noche?‖

“A las citas con Dios hay que ir rápidos. ¡Fuerzas Simón Pedro! ¡Allá arriba descansaréis!‖ Y continúa subiendo…

(Dice Jesús: ―Aquí intercalaréis la visión de la Transfiguración del 5 de agosto de 1944, pero sin el dictado que tiene.‖)

Estoy con mi Jesús sobre un monte alto. Con Jesús están Pedro, Santiago y Juan. Siguen subiendo. La mirada alcanza los horizontes. Es un sereno día que hace que aun las cosas lejanas se distingan bien.

El monte no forma parte de algún sistema montañoso como el de Judea. Se yergue solitario. Teniendo en cuenta el lugar donde se encuentra, tiene ante sí el oriente, el norte a la izquierda, a la derecha el sur y a sus espaldas el oeste y la cima que se yergue todavía a unos cuantos centenares de pasos.

Es muy elevado. Uno puede ver hasta muy lejos. El lago de Genesaret parece un trozo de cielo caído para engastarse entre el verdor de la tierra, una turquesa oval encerrada entre esmeraldas de diversa claridad, un espejo que tiembla, que se encrespa un poco al contacto de un ligero viento por el que se resbalan, con agilidad de gaviotas, las barcas con sus velas desplegadas, un tantín encurvadas hacia las azulejas ondas, con esa gracia con que el halcón hiende los aires, cuando va de picada en pos de su presa. De esa vasta turquesa sale una vena, de un azul más pálido, allí donde el arenal es más ancho, y más oscuro allá donde las riberas se estrechan, el agua es más profunda y cobriza por la sombra que proyectan los árboles que robustos crecen cerca del río, que se alimentan de sus aguas. El Jordán parece una pincelada casi rectilínea en la verde llanura. Hay poblados sembrados acá y allá del río. Algunos no son más que un puñado de casas, otros más grandes, casi como ciudades. Los caminos principales no son más que líneas amarillentas entre el verdor. Aquí, dada la situación del monte, la llanura está

más cultivada y es más fértil, muy bella. Se distinguen los diversos cultivos con sus diversos colores que ríen al sol que desciende de un firmamento muy azul.

Debe ser primavera, tal vez marzo, si calculo bien la latitud de Palestina, porque veo que el trigo está ya crecido, todavía verde, que ondea como un mar, veo los penachos de los árboles más precoces con sus frutos en sus extremidades como nubecillas blancas y rosadas en este pequeño mar vegetal, luego prados todos en flor debido al heno por donde las ovejas van comiendo su cotidiano alimento.

Junto al monte, en las colinas que le sirven como de base, colinas bajas, cortas, hay dos ciudades, una al sur, y otra al norte.

Después de un breve reposo bajo el fresco de un grupo de árboles, por compasión a Pedro a quien las subidas cuestan mucho, se prosigue la marcha. Llegan casi hasta la cresta, donde hay una llanura de hierba en que hay un semicírculo de árboles hacia la orilla. ¡Descansad, amigos! Voy allí a orar. Y señala con la mano una gran roca, que sobresale del monte y que se encuentra no hacia la orilla, sino hacia el interior, hacia la cresta. Jesús se arrodilla sobre la tierra cubierta de hierba y apoya las manos y la cabeza sobre la roca, en la misma posición que tendrá en el Getsemaní. No le llega el sol porque lo impide la cresta, pero lo demás está bañado de él, hasta la sombra que proyectan los árboles donde se han sentado los apóstoles.

Pedro se quita las sandalias, les quita el polvo y piedrecillas, y se queda así, descalzo, con los pies entre la hierba fresca, como estirado, con la cabeza sobre un montón de hierba que le sirve de almohada.

Lo imita Santiago, pero para estar más cómodo busca un tronco de árbol sobre el que pone su manto y sobre él la cabeza.

Juan se queda sentado mirando al Maestro, pero la tranquilidad del lugar, el suave viento, el silencio, el cansancio lo vencen. Baja la cabeza sobre el pecho, cierra sus ojos. Ninguno de los tres duerme profundamente. Se ha apoderado de ellos esa somnolencia de verano que atonta solamente.

De pronto los sacude una luminosidad tan viva que anula la del sol, que se esparce, que penetra hasta bajo lo verde de los matorrales y árboles, donde están.

Abren los ojos sorprendidos y ven a Jesús transfigurado. Es ahora tal y cual como lo veo en las visiones del paraíso. Naturalmente sin las llagas o sin la señal de la cruz, pero la majestad de su rostro, de su cuerpo es igual, igual por la luminosidad, igual por el vestido que de un color rojo oscuro se ha cambiado en un tejido de diamantes, de perlas, en vestido inmaterial, cual lo tiene en el cielo. Su rostro es un sol esplendidísimo, en que resplandecen sus ojos de zafiro. Parece todavía más alto, como si su glorificación hubiese cambiado su estatura. No sabría decir si la luminosidad, que hace hasta fosforescente la llanura, provenga toda de Él o si sobre la suya propia está

mezclada la luz que hay en el universo y en los cielos. Sólo sé que es una cosa indescriptible.

Jesús está de pie, más bien, como si estuviera levantado sobre la tierra, porque entre Él y el verdor del prado hay como un río de luz, un espacio que produce una luz sobre la que él esté parado. Pero es tan fuerte que puedo casi decir que el verdor desaparece bajo las plantas de Jesús. Es de un color blanco, incandescente. Jesús está con su rostro levantado al cielo y sonríe a lo que tiene ante Sí.

Los apóstoles se sienten presa de miedo. Lo llaman, porque les parece que no es más su Maestro. ―¡Maestro, Maestro!‖ lo llaman con ansia.

Él no oye.

―Está en éxtasis‖ dice Pedro tembloroso. ―¿Qué estará viendo?‖

Los tres se han puesto de pie, quieren acercarse a Jesús, pero no se atreven.

La luz aumenta mucho más por dos llamas que bajan del cielo y se ponen al lado de Jesús. Cuando están ya sobre el verdor, se descorre su velo y aparecen dos majestuosos y luminosos personajes. Uno es más anciano, de mirada penetrante, severa, de barba partida en dos. De su frente salen cuernos de luz, que me lo señalan como a Moisés. El otro es más joven, delgado, barbudo y velloso, algo así como el Bautista, al que se parece por su estatura, delgadez, formación corporal y severidad. Mientras la luz de Moisés es blanca como la de Jesús, sobre todo en los rayos que brotan de la frente, la que emana de Elías es solar, de llama viva.

Los dos profetas asumen una actitud de reverencia ante su Dios encarnado y si les habla con familiaridad, ellos no pierden su actitud reverente. No comprendo ni una de las palabras que dicen.

Los tres apóstoles caen de rodillas, con la cara entre las manos. Quieren ver, pero tienen miedo. Finalmente Pedro habla: ―¡Maestro! ¡Maestro, óyeme!‖ Jesús vuelve su mirada con una sonrisa. Pedro toma ánimos y dice: ―¡Es bello estar aquí contigo, con Moisés y Elías! Si quieres haremos tres tiendas, para Ti, para Moisés y para Elías, ¡nos quedaremos aquí a servirte!…‖

Jesús lo mira una vez más y sonríe vivamente. Mira también a Juan y a Santiago, una mirada que los envuelve amorosamente. También Moisés y Elías miran fijamente a los tres. Sus ojos brillan, deben ser como rayos que atraviesan los corazones.

Los apóstoles no se atreven a añadir una palabra más. Atemorizados, callan. Parece como su estuvieran un poco ebrios, pero cuando un velo que no es neblina, que no es nube, que no es rayo, envuelve y separa a los tres gloriosos detrás de un resplandor mucho más vivo, los esconde a la mirada de los tres, una voz poderosa, armoniosa vibra, llena el espacio. Los tres caen con la cara sobre la hierba.

―Este es mi Hijo amado, en quien encuentro mis complacencias. ¡Escuchadlo!‖

Pedro cuando se ha echado por tierra exclama: ―¡Misericordia de mí que soy un pecador! Es la gloria de Dios que desciende.‖ Santiago no dice nada. Juan murmura algo, como si estuviese próximo a desvanecerse: ―¡El Señor ha hablado!‖

Nadie se atreve a levantar la cabeza aun cuando el silencio es absoluto. No ven por esto que la luz solar ha vuelto a su estado, que Jesús está solo y que ha tornado a ser el Jesús con su vestido rojo oscuro. Se dirige a ellos sonriente. Los toca, los mueve, los llama por su nombre.

―Levantaos. Soy Yo. No tengáis miedo‖ dice, porque los tres no se han atrevido a levantar su cara e invocan misericordia sobre sus pecados, temiendo que sea el ángel de Dios que quiere presentarlos ante el Altísimo.

―¡Levantaos, pues! ¡Os lo ordeno!‖ repite Jesús con imperio. Levantan la cara y ven a Jesús que sonríe.

―¡Oh, Maestro! ¡Dios mío!‖ exclama Pedro. ―¿Cómo vamos a hacer para tenerte a nuestro lado, ahora que hemos visto tu gloria? ¿Cómo haremos para vivir entre los hombres, nosotros, hombres pecadores, que hemos oído la voz de Dios?‖

Debéis vivir a mi lado, ver mi gloria hasta el fin. Haceos dignos porque el tiempo está cercano. Obedeced al Padre mío y vuestro. Volvamos ahora entre los hombres porque he venido para estar entre ellos y para llevarlos a Dios. Vamos. Sed santos, fuertes, fieles por recuerdo de esta hora. Tendréis parte en mi completa gloria, pero no habléis nada de esto, a nadie, ni a los compañeros. Cuando el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos y vuelto a la gloria del Padre, entonces hablaréis, porque entonces será necesario creer para tener parte en mi reino.‖

―¿No debe acaso venir Elías a preparar tu reino? Los rabíes enseñan así.‖

―Elías ya vino y ha preparado los caminos al Señor. Todo sucede como se ha revelado, pero los que enseñan la revelación no la conocen y no la comprenden. No ven y no reconocen las señales de los tiempos, y a los que Dios ha enviado. Elías ha vuelto una vez. La segunda será cuando lleguen los últimos tiempos para preparar los hombres a Dios. Ahora ha venido a preparar los primeros al Mesías, y los hombres no lo han querido conocer y lo han atormentado y matado. Lo mismo harán con el Hijo del hombre, porque los hombres no quieren reconocer lo que es su bien.‖

Los tres bajan pensativos y tristes la cabeza. Descienden por el camino que los trajo a la cima.

…A mitad de camino, Pedro en voz baja dice: ―¡Ah, Señor! Repito lo que dijo ayer tu Madre: ―¿Por qué nos has hecho esto?‖ Tus últimas palabras borraron la alegría de la gloriosa vista que tenían ante sí nuestros corazones. Es un día que no se olvidará. Primero nos llenó de miedo la gran luz que nos despertó, más fuerte que si el monte estuviera en llamas, o que si la luna hubiera bajado sobre el prado, bajo nuestros ojos. Luego tu mirada, tu aspecto, tu elevación sobre el suelo, como si estuvieses pronto a volar. Tuve miedo de que, disgustado de la maldad de Israel, regresases el cielo, tal vez por orden del Altísimo. Luego tuve miedo de ver aparecer a Moisés, a quien sus contemporáneos no podían ver sin velo, porque brillaba sobre su cara el reflejo de Dios,

y no era más que hombre, mientras ahora es un espíritu bienaventurado, y Elías… ¡Misericordia divina! Creí que había llegado mi último momento. Todos los pecados de mi vida, desde cuando me robaba la fruta, allá cuando era pequeñín, hasta el último de haberte mal aconsejado hace algunos días, vinieron a mi memoria. ¡Con qué tremor me arrepentí! Luego me pareció que me amaban los dos justos… y tuve el atrevimiento de hablar. Pero su amor me infundía temor porque no merezco el amor de semejantes espíritus. Y ¡Luego!… ¡luego! ¡El miedo de los miedos! ¡La voz de Dios!… ¡Yeové habló! ¡A nosotros! Ordenó: ―¡Escuchadlo!‖. Te proclamó ―su hijo amado en quien encuentra sus complacencias‖ ¡Qué miedo! ¡Yeové! ¡A nosotros!… ¡No cabe duda que tu fuerza nos ha mantenido la vida!… Cuando nos tocaste, y tus dedos ardían como puntas de fuego, sufrí el último miedo. Creí que había llegado la hora de ser juzgado y que el ángel me tocaba para tomar mi alma y llevarla ante el Altísimo… ¿Pero cómo hizo tu Madre para ver… para oír… para vivir, en una palabra, esos momentos de los que ayer hablaste, sin morir, Ella que estaba sola, que era una jovencilla, y sin Ti?‖

―María, que no tiene culpa, no podía temer a Dios. Eva tampoco lo temió mientras fue inocente y Yo estaba. Yo, el Padre y el Espíritu. Nosotros que estamos en el cielo, en la tierra y en todo lugar, que teníamos y tenemos nuestro tabernáculo en el corazón de María.‖ explica dulcemente Jesús.

―¡Qué cosas!… ¡Qué cosas! Pero luego hablaste de muerte… Y toda nuestra alegría se acabó… Pero ¿por qué a nosotros tres? ¿No hubiera sido mejor que todos hubiesen visto tu gloria?‖

―Exactamente porque muertos de miedo como estáis al oír hablar de muerte, y muerte por suplicio del Hijo del Hombre, del Hombre-Dios, Él ha querido fortificaros para aquella hora y para siempre con un conocimiento anterior de lo que seré después de la muerte. Acordaos de ello, para que lo digáis a su tiempo. ¿Comprendido?‖

―Sí, Señor. No es posible olvidarlo. Sería inútil contarlo. Dirían que estábamos  ̳ebrios‘‖.

5o Jesús instituye la Eucaristía

600 La última Cena pascual.

Empieza el sufrimiento del Jueves Santo.

Los apóstoles -son diez- se dedican intensamente a preparar el Cenáculo.

Judas, encaramado encima de la mesa, observa si hay aceite en todas las ampollas de la lámpara, que es grande y parece una corola de fucsia doble. Y es que está formada por una barra -el tallo- rodeada de cinco lámparas en ampollas que asemejan a pétalos; luego tiene una segunda vuelta, más abajo, que es toda una coronita de pequeñas llamas; luego, por último, tiene tres pequeñas lamparitas colgadas de delgadas cadenas y que parecen los pistilos de la flor luminosa. Luego baja de un salto y ayuda a Andrés a colocar la vajilla en la mesa con arte. Sobre ésta se ha extendido un finísimo mantel.

Oigo que Andrés dice:

-¡Qué espléndido lino!

Y Judas Iscariote:

-Uno de los mejores manteles de Lázaro. Marta se ha empeñado en traerlo.

-¿Y estas copas? ¿Y estas jarras, entonces? – observa Tomás, que ha puesto el vino en las preciosas jarras y las mira una y otra vez con ojos de experto, espejándose en sus panzas estilizadas y acariciando sus asas trabajadas con cincel.

-¿Quién sabe lo que costarán, eh? – pregunta Judas Iscariote.

-Está trabajado con martillo. A mi padre le encantarían. La plata y el oro en hojas se pliegan con facilidad cuanto están calientes. Pero tratado así… Para estropearlo basta un momento; es suficiente a un golpe mal dado. Se necesitan fuerza y ligereza al mismo tiempo.

-¿Ves las asas? Sacadas del bloque, no soldadas. Cosas de ricos… Fíjate que toda la limadura y lo desbastado se pierden.

No sé si entiendes lo que te digo.

-¡Claro que entiendo! En pocas palabras, es como uno que hace una escultura.

-Exactamente.

Todos observan con admiración. Luego vuelven a su trabajo: quién coloca los asientos, quién prepara los aparadores.

Entran juntos Pedro y Simón.

-¡Oh, por fin habéis venido! ¿A dónde habéis ido otra vez? Habéis llegado con el Maestro y con nosotros y os habéis escapado de nuevo – dice Judas Iscariote.

-Una gestión que había que hacer antes de la hora» responde escuetamente Simón.

-¿Sientes melancolías?

-Creo que con lo que hemos oído durante estos días, y en esos labios que nunca hemos encontrado falaces, hay buenas razones para sentirlas.

-Y con ese tufo de… Bien, cállate, Pedro – masculla Pedro entre dientes.

-¿Tú también?… Me pareces un desquiciado desde hace algunosdías. Tienes cara de conejo agreste cuando siente tras sí al chacal – responde Judas Iscariote.

-Y tú tienes morros de garduña. Tú tampoco estás muy guapo desde hace unos días. Miras de una manera… Hasta se te han torcido los ojos… ¿A quién esperas, o qué

esperas ver? Pareces seguro. Quieres parecerlo. Pero se te ve como a uno temeroso de algo – replica Pedro.

-¡En cuanto a miedo!… ¡Tampoco tú eres ningún héroe!

-¡Ninguno lo somos, Judas. Tú llevas el nombre del Macabeo, pero no lo eres. El mío significa: «Dios otorga gracias», pero te juro que tiemblo por dentro como quien se supiera portador de desgracia y, sobre todo, tengo miedo de caer en desgracia ante Dios. Simón de Jonás, a pesar de su nuevo nombre de «piedra», ahora se manifiesta blando como cera en el fuego.

Ya no es estable en su voluntad. ¡Y yo nunca lo vi con miedo en medio de desatadas tempestades! Mateo, Bartolmái y Felipe parecen sonámbulos. Mi hermano y Andrés no hacen más que suspirar. Los dos primos, en quienes se une el dolor de la sangre con el del amor al Maestro, pues ya los ves: parecen hombres ya viejos. Tomás ha perdido su jovialidad. Y Simón está tan ajado por el dolor -yo diría: tan corroído, lívido y abatido-, que parece otra vez el leproso consumido de hace tres años – le responde Juan.

-Sí. Nos ha sugestionado a todos con su melancolía – observa Judas Iscariote.

-Mi primo Jesús, el Maestro y Señor mío y vuestro, está y no está melancólico. Si con esta palabra quieres decir que está triste por el exceso de dolor que todo Israel le está dando – y nosotros vemos este dolor- y por el otro, oculto dolor que sólo Él ve, te digo: «Tienes razón»; pero si usas ese término para decir que está desquiciado, eso te lo prohíbo – dice Santiago de Alfeo.

-¿Y no es demencia una idea fija de melancolía? Yo he estudiado también lo profano, y tengo conocimientos. Jesús ha dado demasiado de sí, y ahora tiene la mente cansada.

-Lo cual significa «demente», ¿no es verdad? – pregunta el otro primo, Judas, que está aparentemente calmo.

-¡Justamente eso! ¡Había visto con claridad tu padre, justo de santa memoria, a quien tú tanto te pareces en justicia y sabiduría! Jesús -triste destino de una ilustre casa demasiado vieja y que padece senilidad psíquica- ha tenido siempre una tendencia a esta enfermedad. Suave al principio, luego cada vez más agresiva. Tú mismo has visto cómo ha atacado a fariseos y escribas, saduceos y herodianos. Él se ha hecho imposible la vida, como un camino sembrado de esquirlas de cuarzo. Y se las ha sembrado Él solo. Nosotros… lo hemos amado tanto, que el amor nos ha puesto un velo delante de nuestros ojos. Pero los que lo amaron sin idolatrarlo: tu padre, tu hermano José, y primero Simón, vieron las cosas con equilibrio… Hubiéramos debido abrir los ojos ante sus palabras. Sin embargo, su dulce hechizo de enfermo nos sedujo. Y ahora… ¡En fin!

-Judas Tadeo, que -de la misma altura de Judas Iscariote- está justo frente a él y parece oírlo con calma, reacciona violentamente. Con un fuerte revés arroja a Judas, supino, a uno de los asientos, y con una cólera contenida en la voz, inclinándose sobre la cara del cobarde que no reacciona -quizás temiendo que Judas Tadeo esté al corriente de su crimen- le dice con voz penetrante:

-¡Esto por la demencia, reptil! Y si no te estrangulo es porque Jesús está allí y es noche de Pascua. ¡Pero piensa, piénsalo bien! Si le ocurre algo malo y ya no está Él para detener mi fuerza, nadie te salva. Es como si ya tuvieras el nudo corredizo en el cuello; y serán estas manos mías honradas y fuertes de artesano galileo y de descendiente del hondero de Goliat, las que te lo hagan. ¡Levántate, enervado libertino! Y atento a lo que haces, ¡eh! Judas se alza, lívido, sin la más mínima reacción. Y lo que me maravilla es que ninguno reacciona ante este gesto nuevo de Judas Tadeo. Al contrario… está claro que todos lo aprueban.

Vuelve el ambiente a la normalidad y un instante después Jesús entra. Se asoma en el umbral de la pequeña puerta por la que su alto físico apenas pasa. Pone pie en el tan reducido descansillo, y, con su mansa, triste sonrisa, abriendo los brazos, dice:

-La paz sea con vosotros.

Es una voz cansada, como la de uno que estuviera languideciendo en lo físico o en lo moral.

Baja. Acaricia la cabeza rubia de Juan, que ha ido a su encuentro. Sonríe, como si no supiera nada, a su primo Judas, y dice al otro primo:

-Tu madre te ruega que seas dulce con José. Ha preguntado por mí y por ti hace poco a las mujeres. Siento no haberle saludado.

-Lo vas a hacer mañana.

-¿Mañana?… Bueno… tendré tiempo de verlo…

-¡Oh, Pedro, por fin estaremos un poco juntos! Desde ayer me pareces un fuego fatuo: te veo y luego no te veo. Hoy casi puedo decir que te he perdido. Tú también, Simón.

-Nuestro pelo más blanco que negro te puede dar la seguridad de que no nos hemos ausentado por apetito carnal – dice serio Simón.

-Aunque… a todas las edades se pueda tener esa hambre… ¡Los viejos! Son peores que los jóvenes… – dice ofensivo Judas Iscariote.

Simón lo mira. Ya iba a replicar. Pero también lo mira Jesús y dice:

-¿Te duele una muela? Tienes el carrillo derecho hinchado y rojo.

-Sí. Me duele. Pero no tiene mayor importancia.

Los otros no dicen nada y la cosa muere así.

-¿Habéis hecho todo lo que había que hacer? ¿Tú, Mateo? ¿Y tú, Andrés? ¿Y Tú, Judas, has pensado en la ofrenda al Templo?

Tanto los dos primeros como Judas Iscariote dicen:

-Todo hecho, todo lo que dijiste que había que hacer para hoy. No te preocupes.

-Yo he llevado las primicias de Lázaro a Juana de Cusa. Para los niños. Me han dicho: «¡Eran mejores aquellas manzanas!».

¡Aquellas tenían el sabor del hambre! Y eran tus manzanas – dice Juan con rostro sonriente y de ensoñación.

También Jesús sonríe ante un recuerdo…

-Yo he visto a Nicodemo y a José – dice Tomás.

-¿Los has visto? ¿Has hablado con ellos? – pregunta Judas Iscariote con exagerado interés.

-Sí, ¿qué hay de raro en ello? José es un buen cliente de mi padre.

-No lo habías dicho antes… ¡Por eso me he asombrado!…

Judas trata de remediar la impresión que ha dado, una impresión de ansiedad, por el encuentro de José y Nicodemo con Tomás.

-Me resulta extraño que no hayan venido a presentarte su obsequioso saludo. Ni ellos ni Cusa ni Manahén… Ninguno de los…

Pero Judas Iscariote se ríe con una falsa carcajada interrumpiendo a Bartolomé, y dice:

-El cocodrilo vuelve a su madriguera en el momento apropiado.

-¿Qué quieres decir? ¿Qué insinúas? – pregunta Simón con una agresividad como nunca ha tenido.

-¡Calma, calma! ¿Qué os sucede? ¡Es la noche de Pascua! Nunca hemos tenido aparejo tan digno para consumir el cordero. Celebremos, pues, la cena con espíritu de paz. Veo que os he turbado mucho con mis instrucciones de estas últimas noches. Pero, ¿veis? ¡He terminado! Ahora ya no os voy a causar más turbación. No está todo dicho en cuanto a mí se refiere.

Sólo lo esencial. El resto… lo comprenderéis después. Se os dirá… ¡Sí, vendrá el que os lo dirá! Juan, ve con Judas y algún otro por las copas para la purificación. Y luego nos sentamos a la mesa.

La dulzura de Jesús verdaderamente parte el corazón.

Juan con Andrés, Judas Tadeo con Santiago, traen una copa grande, echan agua en ella y ofrecen a Jesús la toalla, y también a los compañeros, los cuales hacen luego lo mismo con ellos. Y ponen la copa (en realidad es una palangana de metal) en un rincón.

-Y ahora cada uno a su sitio. Yo aquí, y aquí, a la derecha, Juan; al otro lado, mi fiel Santiago: los dos primeros discípulos.

Después de Juan mi Piedra fuerte. Y después de Santiago el que es como el aire, que no se advierte pero siempre está y consuela: Andrés. A su lado mi primo Santiago. ¿No te duele, dulce hermano, el que asigne el primer puesto a los primeros? Eres el sobrino del Justo, cuyo espíritu, más que nunca en esta hora, late en suspendido vuelo sobre mí. ¡Ten paz, padre de mi debilidad de niño, encina a cuya sombra hallaron alivio la Madre y el Hijo! ¡Ten paz!… Después de Pedro, Simón… Simón, ven un momento aquí. Quiero mirar fijamente tu rostro leal. Después te veré ya sólo mal, porque otros me cubrirán tu honesto rostro.

Gracias, Simón. Por todo – y lo besa.

Simón, dejado ya, va a su sitio y, un instante, se lleva las manos a la cara con un gesto de aflicción.

-En frente de Simón mi Bartolmái. Dos honradeces y sabidurías que se reflejan recíprocamente. Están bien juntos. Y, al lado, tú, Judas, hermano mío. Así te veo… y me parece estar en Nazaret… cuando alguna fiesta nos reunía a todos en torno a una mesa… También en Caná… ¿Recuerdas? Estábamos el uno al lado del otro. Una fiesta… una fiesta de boda… el primer milagro… el agua transformada en vino… También hoy una fiesta… y también hoy habrá un milagro… el vino cambiará de naturaleza… y será… – Jesús se sume en su pensamiento. Con la cabeza baja, está como aislado en su mundo secreto. Los demás lo miran sin decir nada.

Alza de nuevo la cabeza y mira fijamente a Judas Iscariote, y le dice:

-Tú estarás frente a mí.

-¿Tanto me quieres? ¿Más que a Simón, que siempre quieres tenerme enfrente?

-Mucho. Tú lo has dicho.

-¿Por qué, Maestro?

-Porque eres el que más ha hecho de todos para esta hora.

Judas mira al Maestro y a sus compañeros con una mirada muy cambiante: al primero con una cierta, irónica compasión; a los otros, con aire de triunfo.

-Y a tu lado, en una parte, Mateo; en la otra, Tomás.

-Entonces Mateo a mi izquierda y Tomás a mi derecha.

-Como quieras, como quieras – dice Mateo – Me basta con tener bien de frente a mi Salvador.

-Por último, Felipe. ¿Veis? El que no está a mi lado en el lado de honor, tiene el honor de estar frente a mí.

Jesús, en pie en su sitio, vierte en la amplia copa que está colocada delante de Él -todos tienen altas copas, pero El tiene una mucho más grande, además de la que tienen todos; debe ser la copa ritual-, vierte el vino. Alza la copa, la ofrece, la pone en la mesa.

Luego todos juntos preguntan con tono de salmo:

-¿Por qué esta ceremonia?

Pregunta formal, de rito, está claro.

A la cual Jesús, como cabeza de familia, responde:

-Este día recuerda nuestra liberación de Egipto. Bendito sea Yeohveh, que ha creado el fruto de la vid.

Bebe un sorbo de este vino ofrecido y pasa el cáliz a los demás. Luego ofrece el pan, lo parte, lo distribuye; luego las hierbas empapadas en la salsa rojiza que hay en cuatro salseras.

Terminada esta parte de la comida cantan salmos, todos en coro. Se lleva a la mesa, desde el aparador, la amplia bandeja del cordero asado, y la ponen delante de Jesús.

Pedro, que desempeña el papel de… primera parte, de coro, si le gusta más, pregunta:

-¿Por qué este cordero, así?

-Como recuerdo de cuando Israel fue salvado por el cordero inmolado. No murió ningún primogénito donde la sangre brillaba en las jambas y el dintel. Y, después, mientras todo Egipto lloraba a los primogénitos varones muertos, desde el palacio del faraón hasta los tugurios, los hebreos, capitaneados por Moisés, se movieron hacia la tierra de la liberación y la promesa.

Ceñidas ya sus cinturas, calzados los pies, cayado en mano, fue diligente el pueblo de Abraham para ponerse en marcha cantando los himnos del júbilo.

Todos se ponen en pie y entonan:

-Cuando Israel salió de Egipto y la casa de Jacob de un pueblo bárbaro, Judea vino a ser su santuario» etc., etc. (en la Neovulgata Salmo 114).

Ahora Jesús corta el cordero, llena un nuevo cáliz, bebe de él y lo pasa. Luego entonan otro canto:

-Niños, alabad al Señor; bendito sea el Nombre del Eterno, ahora y por los siglos de los siglos. De Oriente a Occidente debe ser alabado» etc. (Salmo 113).

Jesús da los trozos de cordero cuidando de que todos queden bien servidos, justamente como haría un padre de familia rodeado de los amados hijos de su corazón. Solemne, un poco triste, mientras dice:

-He deseado ardientemente comer con vosotros esta Pascua. Ha sido para mí el deseo de los deseos, desde que fui –ab aeterno- «el Salvador». Sabía que esta hora precedería a esa otra. Mas la alegría de darme infundía, anticipadamente, este consuelo a mi padecer… He deseado ardientemente comer con vosotros esta Pascua, porque ya nunca comeré del fruto de la vid hasta la llegada del Reino de Dios. Entonces me sentaré nuevamente con los elegidos en el Banquete del Cordero, para el desposorio de los Vivientes con el Viviente. Pero vendrán a él solamente los que hayan sido humildes y limpios de corazón como Yo soy.

-Maestro, hace un momento has dicho que el que no tiene el honor del sitio lo tiene por estar enfrente de ti. ¿Cómo podemos saber, entonces, quién es el primero de entre nosotros? – pregunta Bartolomé.

-Todos y ninguno. Una vez… volvíamos cansados… nauseados por el odio farisaico. Pero no estabais cansados de discutir entre vosotros acerca de quién era el mayor… Un niño vino a mí rápido… un pequeño amigo mío… Y su inocencia endulzó la desazón que Yo tenía por muchas cosas (no la última, vuestra humanidad obstinada). ¿Dónde estás ahora, pequeño Benjamín que tuviste aquella sabia respuesta que te vino del Cielo porque -ángel como eras- el Espíritu te hablaba? En aquel momento os dije: «Si uno quiere ser el primero, sea el último y el servidor de todos». Y os puse como ejemplo al sabio niño. Ahora os digo:

«Los reyes de las naciones las dominan. Y los pueblos oprimidos, aun odiándolos, los aclaman, y los reyes son llamados ―Benefactores‖, ―Padres de la Patria‖. Mas el odio se anida bajo el falso obsequio». Pero entre vosotros no debe ser así. Que el mayor sea como el menor; el que es cabeza, como uno que sirve. Efectivamente: ¿quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve? El que está a la mesa. Yo, sin embargo, os sirvo; y, dentro de poco, os serviré más. Vosotros sois los que habéis estado conmigo en las pruebas. Y Yo dispongo para vosotros un puesto en mi Reino de la misma forma que en Él Yo seré Rey según la voluntad del Padre-, para que comáis y bebáis en mi mesa eterna y estéis sentados en tronos juzgando a las doce tribus de Israel. Habéis permanecido a mi lado en mis pruebas… Esto y no otra cosa es lo que os hace grandes ante los ojos del Padre.

-¿Y los que vendrán después? ¿No tendrán un lugar en el Reino? ¿Sólo nosotros?

-¡Oh, cuántos príncipes habrá en mi Casa! Todos los que hayan sido fieles a Cristo en las pruebas de la vida serán príncipes en mi Reino. Porque los que hayan perseverado hasta el final en el martirio de la existencia serán como vosotros, que conmigo habéis perseverado en mis pruebas. Yo me identifico en mis creyentes. A los predilectos les doy, como enseña, ese Dolor que abrazo por vosotros y por todos los hombres. El que me sea fiel en el Dolor será un bienaventurado mío; como vosotros, mis amados.

-Nosotros hemos perseverado hasta el final.

-¿Tú crees, Pedro? Pues te digo que la hora de la prueba debe llegar todavía. Simón, Simón de Jonás, mira que Satanás ha pedido cribaros como al trigo. He orado por ti, para que tu fe no vacile. Tú, una vez enmendado, confirma a tus hermanos.

-Sé que soy un pecador. Pero te seré fiel hasta la muerte. Este pecado no lo tengo. Nunca lo tendré.

-No seas soberbio, Pedro mío. Esta hora cambiará muchas cosas que antes eran de un modo y ahora serán distintas.

¡Cuántas!… Y esas cosas traen y comportan necesidades nuevas. Vosotros lo sabéis. Siempre os he dicho, incluso cuando íbamos por lugares lejanos recorridos por bandoleros: «No temáis. No nos sucederá nada malo, porque los ángeles del Señor están con nosotros. No os preocupéis de nada». ¿Os acordáis de cuando os decía: «No estéis preocupados por lo que comeréis o por el vestido. El Padre sabe qué necesitamos»? También os decía: «El hombre es mucho más que un pájaro y que una flor que hoy es hierba y mañana heno. Y veis que el Padre cuida también de la flor y del pajarillo. ¿Podréis, entonces, dudar de que cuide de vosotros?». Y os decía: «Dad a quien os pida, a quien os hiera presentadle la otra mejilla». Os decía: «No llevéis ni bolsa ni cayado». Porque he enseñado amor y confianza. Pero ahora… ahora ya no es ese tiempo. Ahora os digo: «¿Os ha faltado alguna vez algo hasta ahora? ¿Alguna vez os han hecho algún daño?».

-Nada, Maestro. Y sólo a ti te lo han hecho.

-Así veis que mi palabra era veraz. Pero ahora los ángeles son, todos, convocados por su Señor. Es hora de demonios… Con las alas de oro, los ángeles del Señor se tapan los ojos, se vendan, y les duele el color de sus alas, porque no es color de amargura y ésta es hora de luto, y de un luto cruel, sacrílego… Esta noche no hay ángeles en la Tierra. Están junto al trono de

Dios para cubrir con su canto las blasfemias del mundo deicida y el llanto del Inocente. Y nosotros estamos solos… Yo y vosotros: solos. Los demonios son los dueños de esta hora. Por eso nuestro aspecto ahora y nuestra actitud serán como los de los pobres hombres que recelan y no aman. Ahora el que tenga una bolsa tome consigo también una alforja, el que no tenga espada venda su manto y cómprese una. Porque también se dice de mí en la Escritura, (Isaías 53, 12) y debe cumplirse: «Fue contado entre los malhechores». En verdad, todo lo que a mí se refiere toca a su fin.

Simón, que se ha alzado y ha ido al arquibanco donde había dejado su rico manto -y es que esta noche todos visten sus mejores indumentos, y, por tanto, llevan puñales, damasquinados pero muy cortos (más cuchillos que puñales), colgados de los ricos cinturones-, coge dos espadas, dos verdaderas espadas, largas, levemente curvadas, y se las lleva a Jesús:

-Yo y Pedro nos hemos armado esta noche. Tenemos éstas. Pero los demás tienen sólo el puñal corto.

Jesús toma las espadas, las observa, desenvaina una y prueba su tajo contra una uña. Es una extraña visión, y produce una impresión todavía más extraña el ver ese fiero instrumento en las manos de Jesús.

-¿Quién os las ha dado? – pregunta Judas Iscariote mientras Jesús observa y calla. Judas parece muy inquieto…

-¿Quién? Te recuerdo que mi padre era noble y muy poderoso.

-Pero Pedro…

-¿Pero qué? ¿Desde cuándo tengo que dar cuentas de los regalos que quiero hacer a mis amigos?

Jesús alza la cabeza. Antes ha metido el arma en su vaina y ahora devuelve las dos espadas al Zelote.

-Está bien. Son suficientes. Has hecho bien en cogerlas. Pero ahora, antes de beber el tercer cáliz, esperad un momento.

Os he dicho que el mayor es como el menor y que Yo estoy como quien sirve en esta mesa y que más os serviré. Hasta ahora os he dado alimentos. Es un servicio en orden al cuerpo. Ahora quiero daros un alimento para el espíritu. No es un plato del rito antiguo; es del nuevo rito. Yo quise bautizarme antes de ser el «Maestro». Para esparcir la Palabra bastaba ese bautismo. Ahora será derramada la Sangre. Vosotros necesitáis otro lavacro, aunque os hayáis purificado (con Juan el Bautista en su momento y hoy también, en el Templo). No es suficiente. Venid para que os purifique. Suspended la comida. Hay algo más importante que la comida que se da al vientre para que se llene, aunque sea alimento santo, como este del rito pascual; y ello es un espíritu puro, en disposición de recibir el don del cielo que ya desciende para hacerse un trono en vosotros y daros la Vida. Dar la Vida a quienes están limpios.

Jesús se levanta -debe también alzarse Juan, para dejar a Jesús salir mejor de su sitio-, va a un arquibanco y se quita la túnica roja; la pone doblada encima del manto, ya doblado, se ciñe a la cintura una toalla grande, luego va a otra palangana, que todavía está vacía y limpia. Echa en ella agua, lleva la palangana al centro de la habitación, junto a la mesa, y la pone encima de un taburete. Los apóstoles lo miran estupefactos.

-¿No me preguntáis que qué hago?

-No lo sabemos. Te digo que ya estamos purificados – responde Pedro.

-Y Yo te repito que eso no importa. Mi purificación le sirve al que ya está purificado para estarlo más.

Se arrodilla. Desata las sandalias a Judas Iscariote y le lava los pies; uno primero, otro después. Es fácil hacerlo, porque los triclinios están hechos de tal manera que los pies quedan hacia la parte externa. Judas está estupefacto. No dice nada. Pero, cuando Jesús, antes de calzar el pie izquierdo y levantarse, pone el gesto de besarle el pie derecho ya calzado, Judas retrae bruscamente el pie y da un golpe con la suela en la boca divina. Lo hace sin querer. No es un golpe fuerte, pero a mí me causa mucho dolor. Jesús sonríe, y, al apóstol, que le dice: «¿Te he hecho daño? Ha sido sin querer… Perdona», le responde:

-No, amigo. Lo has hecho sin malicia y no hace daño.

Judas lo mira… Es una mirada inquieta, huidiza…

Jesús pasa a Tomás, luego a Felipe… Rodea el lado estrecho de la mesa y va donde su primo Santiago. Lo lava, y lo besa en la frente al levantarse. Pasa a Andrés, que está rojo de vergüenza y hace esfuerzos por no llorar; lo lava, lo acaricia como a un niño. Luego está Santiago de Zebedeo, que no hace sino susurrar: « ¡Oh, Maestro! ¡Maestro! ¡Maestro! ¡Anonadado y sublime Maestro mío!». Juan se ha desatado ya las sandalias y, mientras Jesús está agachado secándole los pies, él se inclina y lo besa en el pelo.

¡Pero, a Pedro!… ¡No es fácil convencerlo para este rito!

-¿Tú lavarme a mí los pies? ¡Ni por asomo! Mientras viva, no te lo permitiré. Yo soy un gusano, Tú eres Dios. Cada uno en su lugar.

-Lo que Yo hago tú no puedes comprenderlo por ahora. Más adelante lo comprenderás. Déjame.

-Todo lo que Tú quieras, Maestro. ¿Quieres cortarme el cuello? Hazlo. Pero no me lavarás los pies.

-¡Oh, mi Simón! ¿No sabes que si no te lavo no tendrás parte en mi Reino? ¡Simón, Simón! Necesitas esta agua para tu alma y para el mucho camino que debes recorrer. ¿No quieres venir conmigo? Si no te lavo, no vienes a mi Reino.

-¡Oh, Señor mío bendito! ¡Pues entonces lávame todo! ¡Los pies, las manos y la cabeza!

-El que, como vosotros, se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque ya está enteramente purificado. Los pies… El hombre con los pies camina sobre cosas sucias. Y ello sería poco, pues ya os dije que lo que ensucia no es lo que entra y sale con el alimento, ni contamina al hombre lo que se pega a los pies por el camino. No. Lo que le contamina es lo que incuba y madura en su corazón y de allí sale y contamina sus acciones y sus miembros. Y los pies del hombre de corazón no limpio se dirigen hacia la crápula, la lujuria, los tratos ilícitos, los delitos… Por tanto, son, de entre los miembros del cuerpo, los que tienen mucha parte que purificar… como también los ojos, y la boca… ¡Oh, hombre!, ¡hombre!, ¡perfecta criatura un día, el primero, y luego tan corrompido por el Seductor! ¡Y no había en ti malicia, oh hombre, ni pecado!… ¿Y ahora? ¡Eres todo malicia y pecado y no hay parte en ti que no peque!

Jesús ha lavado los pies a Pedro. Los besa. Y Pedro llora y toma con sus gruesas manos las dos manos de Jesús, se las pasa por los ojos y las besa luego.

También Simón se ha quitado las sandalias y, sin decir nada, se deja lavar. Pero luego, cuando Jesús está ya para pasar a Bartolomé, Simón se arrodilla, le besa los pies y dice:

-¡Límpiame de la lepra del pecado como me limpiaste de la lepra del cuerpo, para no quedar confundido en la hora del juicio, Salvador mío!

-No temas, Simón. Vendrás a la Ciudad celeste, blanco como nieve alpina.

-¿Y yo, Señor? ¿A tu viejo Bartolmái qué le dices? Me viste a la sombra de la higuera y leíste mi corazón. ¿Ahora qué ves?, ¿dónde me ves? Tranquiliza a este pobre anciano que teme no tener ni fuerza ni tiempo para llegar a como quieres que seamos.

Se le ve muy emocionado a Bartolomé.

-Tampoco temas tú. En aquel momento dije: «He aquí a un verdadero israelita en quien no hay engaño». Ahora digo: «He aquí a un verdadero cristiano digno del Cristo». ¿Que dónde te veo? Sentado en un trono eterno, vestido de púrpura. Yo estaré siempre contigo.

Le toca el turno a Judas Tadeo, el cual, cuando ve a sus pies a Jesús, no sabe contenerse y reclina la cabeza sobre el brazo que tiene apoyado en las mesa y llora.

-No llores, dulce hermano. Te sientes como uno que debiera soportar que le arrancasen un nervio, y te parece que no puedes soportarlo. Pero será un dolor breve. Luego… ¡serás feliz, porque me quieres! Te llamas Judas. Y eres como nuestro gran Judas (1 Macabeos 3, 1-9): como un gigante. Eres el protector. Tus acciones son de león y cachorro de león rugientes.

Desanidarás a los impíos, que ante ti retrocederán, y los inicuos sentirán terror. Yo sé las cosas. Sé fuerte. Una eterna unión estrechará y hará perfecto nuestro parentesco, en el Cielo – Lo besa también a él, en la frente, como a su otro primo.

-Yo soy pecador, Maestro. A mí no…

-Eras pecador, Mateo. Ahora eres el Apóstol. Eres una «voz» mía. Te bendigo. ¡Cuánto camino han recorrido estos pies para avanzar sin cesar, hacia Dios!… El alma los incitaba y ellos han abandonado todo camino que no fuera mi camino. Continúa.

¿Sabes dónde termina el sendero? En el seno del Padre mío y tuyo.

Jesús ha terminado. Deja la toalla, se lava en agua limpia las manos, se pone de nuevo la túnica, vuelve a su sitio y, al sentarse, dice:

-Ahora estáis limpios, aunque no todos. Sólo los que han tenido la voluntad de estarlo.

Mira fijamente a Judas de Keriot, que ha hecho como si no hubiera oído, ocupado en explicar a su compañero Mateo cómo su padre se decidió a mandarlo a Jerusalén: palabras inútiles que tienen para Judas -quien, a pesar de su audacia, debe sentirse incómodo- la única finalidad de guardar las apariencias.

Jesús vierte vino por tercera vez en el cáliz común. Bebe. Ofrece de beber. Luego canta, y los otros le siguen en coro:

«Amo porque el Señor escucha la voz de mi oración, porque inclina su oído hacia mí. Le invocaré durante toda mi vida. Me rodeaban dolores de muerte» etc. (Según la numeración de la Neovulgata, se recitan por orden: Salmo 116 (que agrupa el 114 y el 115 de la Vulgata), Salmo 117, Salmo 118 (largo himno), Salmo 119 (el que no termina nunca)

Un momento de pausa. Luego sigue cantando: «Tuve fe y por eso hablé. Me había humillado profundamente y en medio de mi turbación decía: «Todo hombre es mentiroso»». Mira fijo a Judas.

La voz de mi Jesús, esta noche cansada, recobra fuerza cuando exclama: «Valiosa es ante los ojos de Dios la muerte de los santos» y «Has roto mis cadenas. Te ofreceré un holocausto de alabanza invocando el nombre del Señor» etc. etc. (Salmo 115).

Otra breve pausa en el canto, y luego continúa: «Alabad todas al Señor, naciones, todos los pueblos alabadlo. Porque se ha afianzado en nosotros su misericordia y la verdad del Señor permanece eterna».

Otra breve pausa y luego un largo himno: «Celebrad al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia…».

Judas de Keriot canta tan desentonado, que Tomás dos veces lo conduce al tono con su potente voz de barítono y lo mira fijamente. También los otros lo miran, porque, por lo general está siempre bien entonado, y de su voz, como de todas las otras cosas -lo he podido comprender- se siente orgulloso. ¡Pero esta noche! Ciertas frases le turban, hasta el punto de que le salen gallos, y lo mismo ciertas miradas de Jesús que subrayan las frases. Una de estas frases es: «Es mejor confiar en el Señor que confiar en el hombre». Otra es: «Se me empujó y vacilaba, y estaba para caer. Pero el Señor me sujetó». Otra es: «No moriré, sino que viviré y referiré las obras del Señor». Y, en fin, estas dos que voy a decir, le estrangulan la voz al Traidor en la garganta:

«La piedra desechada por las constructores ha venido a ser piedra angular» y « ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!».

Acabado el salmo, mientras Jesús corta y de nuevo pasa trozos de cordero, Mateo pregunta a Judas de Keriot:

-¿Te encuentras mal?

-No. Déjame tranquilo. No te preocupes de mí.

-Mateo se encoge de hombros.

Juan, que ha oído esto, dice:

-Tampoco el Maestro está bien. ¿Qué te sucede, Jesús mío? Tienes la voz quebrada; como la de un enfermo o la de uno que haya llorado mucho – y lo abraza, estando con la cabeza apoyada en el pecho de Jesús.

-Sólo es que ha hablado mucho; y yo, lo único es que he andado mucho y he cogido frío – dice Judas nervioso.

Y Jesús, sin responderle a él, dice a Juan:

-Tú ya me conoces… y sabes qué es lo que me cansa…

El cordero está casi terminado.

Jesús, que ha comido poquísimo y ha bebido sólo un sorbo de vino por cada cáliz -sin embargo, como si se sintiera febril, ha bebido mucha agua- continúa hablando:

-Quiero que comprendáis mi gesto de antes. Os he dicho que el primero es como el último, y que os daría un alimento que no es corporal. Os he dado un alimento de humildad. Para vuestro espíritu. Vosotros me llamáis: Maestro y Señor. Decís bien, porque lo soy. Entonces, si Yo os he lavado los pies, también debéis lavároslos vosotros los unos a los otros. Os he dado ejemplo para que hagáis lo mismo que Yo he hecho. En verdad os digo: el siervo no es más que su señor, ni el apóstol más que Aquel que lo ha constituido apóstol. Tratad de comprender estas cosas. Y si, comprendiéndolas, las ponéis por obra, seréis bienaventurados. Pero no seréis todos bienaventurados. Yo os conozco. Sé a quiénes he elegido. No de la misma manera me refiero a todos. Pero digo la verdad. Por otra parte, debe cumplirse lo que en relación a mí fue escrito (Salmo 41, 10): ―Aquel que come conmigo el pan ha alzado contra mí su calcañar». Os digo todo antes de que suceda, para que no abriguéis dudas respecto

a mí. Cuando todo esté cumplido, creeréis todavía más que Yo soy Yo. El que me recibe a mí recibe al que me ha enviado: al Padre santo que está en los Cielos. Y el que reciba a los que Yo envíe me recibirá a mí mismo. Porque Yo estoy con el Padre y vosotros estáis conmigo… Pero ahora vamos a cumplir el rito.

Vierte de nuevo vino en el cáliz común y, antes de beber de él y de pasarlo para que beban, se levanta, y con Él se levantan todos, y canta otra vez uno de los salmos de antes: «Tuve fe y por eso hablé… » Y luego uno que no termina nunca.

¡Hermoso… pero eterno! Creo identificarlo, por el comienzo y lo largo que es, como el salmo 118. Lo cantan así: un trozo todos juntos; luego, por turnos, uno dice un dístico y los otros, juntos, un trozo; y así hasta el final. ¡Yo creo que al final tienen que sentir sed!

Jesús se sienta. No se recuesta; se queda sentado, como nosotros. Y habla:

-Ahora que el antiguo rito ha sido cumplido, voy a celebrar el nuevo. Os he prometido un milagro de amor. Es la hora de realizarlo. Por esto he deseado esta Pascua. De ahora en adelante, ésta será la hostia inmolada en perpetuo rito de amor. Os he amado durante toda la vida de la Tierra, amigos amados. Os he amado durante toda la eternidad, hijos míos. Y quiero amaros hasta el final. No hay cosa mayor que ésta. Recordadlo. Yo me marcho. Pero permaneceremos siempre unidos mediante el milagro que voy a cumplir ahora.

Jesús toma un pan todavía entero. Lo pone encima del cáliz, que está completamente lleno. Bendice y ofrece ambos, luego parte el pan y toma de él trece trozos. Se los da, uno a uno, a los apóstoles, y dice:

-Tomad y comed. Esto es mi Cuerpo. Haced esto en memoria mía, que me marcho.

Pasa el cáliz y dice:

-Tomad y bebed. Ésta es mi Sangre. Éste es el cáliz del nuevo pacto en la Sangre y por la Sangre mía, que será derramada por vosotros para el perdón de vuestros pecados y para daros la Vida. Haced esto en memoria mía.

Jesús está tristísimo. Toda huella de sonrisa, de luz, de color, lo han abandonado. Su rostro es ya de agonía. Los apóstoles lo miran angustiados.

Jesús se levanta y dice:

-No os mováis. Vuelvo enseguida». Toma el trozo decimotercero de pan y el cáliz y sale del Cenáculo.

-Va donde su Madre – susurra Juan.

Y Judas Tadeo suspira:

-¡Pobre mujer!

Pedro pregunta en voz baja:

-¿Crees que Ella sabe?

-Sabe todo. Siempre lo ha sabido todo.

Hablan todos en voz bajísima, como delante de un muerto.

-Pero, creéis que realmente… – pregunta Tomás, que no quiere creer todavía.

-¿Y lo dudas? Es su hora – responde Santiago de Zebedeo.

-Que Dios nos dé la fuerza de ser fieles – dice el Zelote.

-¡Oh! Yo… – Pedro está para decir algo, pero Juan, que está alerta, dice:

-¡Chss! Está aquí.

Jesús vuelve. Trae en la mano el cáliz vacío. En su fondo, una mínima señal de vino, que, bajo la luz de la lámpara, parece realmente sangre.

Judas Iscariote, que tiene ante sí el cáliz, lo mira como hechizado, y luego desvía la mirada.

Jesús lo observa y se estremece. Juan, estando apoyado en el pecho de Jesús, siente este estremecimiento, y exclama:

-Dilo, ¿no?! Estás temblando…

-No. No tiemblo por fiebre… Todo os lo he dicho y todo os lo he dado. Más no podía daros. Os he dado a mí mismo.

Hace ese dulce gesto suyo de las manos, las cuales, antes unidas, ahora se separan y abren, mientras agacha la cabeza, como queriendo decir: «Perdonad si más no puedo. Así es.»

-Os he dicho todo y os he dado todo. Y repito que el nuevo rito se ha cumplido. Haced esto en memoria mía. Os he lavado los pies para enseñaros a ser humildes y puros como el Maestro vuestro. Porque en verdad os digo que los discípulos deben ser como es el Maestro. Recordadlo, recordadlo. Incluso cuando estéis en una posición superior. Ningún discípulo está por encima de su Maestro. De la misma manera que Yo os he lavado, hacedlo entre vosotros. O sea, amaos como hermanos, ayudándoos los unos a los otros, venerándoos recíprocamente, siendo ejemplo los unos para los otros. Y sed puros. Para ser dignos de comer el Pan vivo que ha bajado del Cielo y tener dentro de vosotros, por su virtud, la fuerza de ser mis discípulos en el mundo enemigo que os odiará por causa de mi Nombre. Pero uno de vosotros no es puro. Uno de vosotros me traicionará.

Por este motivo estoy intensamente conturbado en el espíritu… La mano del que me traiciona está conmigo en esta mesa. Ni mi amor, ni mi Cuerpo y mi Sangre, ni mi palabra, lo convierten y le hacen arrepentirse. Yo lo perdonaría yendo a la muerte también por él.

Los discípulos se miran aterrorizados, se escrutan, no sin recelos los unos de los otros. Pedro, despertándose todas sus dudas, mira fijamente a Judas Iscariote. Judas Tadeo se pone en pie como impulsado por un resorte, para mirar también a Judas por encima del cuerpo de Mateo.

¡Pero éste se muestra tan seguro! A su vez, clava sus ojos en Mateo, como si sospechara de él. Luego fija su mirada en

Jesús. Sonríe y pregunta:

-¿Soy yo, acaso, ése?

Parece el más seguro de su honestidad, y parece que si hace esta pregunta es sólo porque no se interrumpa la conversación.

Jesús repite su gesto y dice:

-Tú lo dices, Judas de Simón. No Yo. Tú lo dices. Yo no te he nombrado. ¿Por qué te acusas? Pregúntale a tu voz interior, a tu conciencia de hombre, a esa conciencia que Dios Padre te ha dado para que vivas como hombre, y mira a ver si te acusa. Tú, antes que ningún otro, lo sabrás. Pero, si ella te tranquiliza, ¿por qué dices palabras que son malditas con sólo decirlas, y piensas en un hecho igualmente maldito con sólo pensarlo, aunque sea por juego?

Jesús habla con calma. Parece sostener la tesis propuesta como lo podría hacer un maestro con sus alumnos. La agitación es fuerte, pero la calma de Jesús la aplaca.

De todas formas, Pedro, que es el que más sospecha de Judas – quizás también Judas Tadeo, pero lo parece menos, porque la desenvoltura de Judas Iscariote lo desarma-, tira de una manga a Juan, y cuando Juan, que se había pegado fuertemente a Jesús al oír hablar de traición, se vuelve, le susurra:

-Pregúntale que quién es.

Juan vuelve a su postura de antes. Lo único es que alza levemente la cabeza, como para besar a Jesús, y entretanto le susurra al oído:

-¿Maestro, quién es?

Y Jesús, con voz bajísima, devolviéndole el beso entre los cabellos:

-Aquel al que dé un pedazo de pan untado.

Toma un pan todavía entero, no el resto del usado para la Eucaristía; separa un buen trozo, lo unta en el jugo que ha dejado el cordero en la bandeja, alarga por encima de la mesa el brazo y dice:

-Toma, Judas. Esto te gusta.

-Gracias, Maestro. Sí que me gusta – y, sin saber lo que es ese bocado, se lo come, mientras Juan, horrorizado, hasta cierra los ojos para no ver la horrenda sonrisa que tiene Judas mientras muerde con sus fuertes dientes el pan acusador.

-Bien. Ahora que te he dado esta satisfacción, márchate – dice Jesús a Judas. – Todo está cumplido, aquí (marca mucho la palabra). Lo que en otro lugar queda por hacer hazlo pronto, Judas de Simón.

-Te obedezco enseguida, Maestro. Luego me reuniré contigo en el Getsemaní. ¿Vas allí, verdad?, ¿como siempre?

-Voy allí… como siempre… sí.

-¿Qué tiene que hacer? – pregunta Pedro – ¿Va solo?

-No soy ningún niño – dice en tono socarrón Judas, que se está poniendo el manto.

-Déjalo que se marche. Yo y él sabemos lo que se debe hacer – dice Jesús.

-Sí, Maestro.

Pedro guarda silencio. Quizás piensa que ha pecado de desconfianza hacia su compañero. Con la mano en la frente, piensa.

Jesús aprieta contra su corazón a Juan y le susurra otra cosa entre sus cabellos:

-No digas nada a Pedro, por ahora. Sería un inútil escándalo.

-Adiós, Maestro. Adiós, amigos – Judas se despide.

-Adiós – dice Jesús.

Y Pedro:

-Adiós, muchacho.

Juan, con la cabeza casi en el regazo de Jesús, susurra:

-¡Satanás!

Sólo Jesús lo oye, y suspira.

Hay unos minutos de absoluto silencio. Jesús está cabizbajo, mientras mecánicamente acaricia los rubios cabellos de Juan.

Luego reacciona. Alza la cabeza, mira alrededor de sí, sonríe (una sonrisa consoladora para los discípulos). Dice:

-Quitamos la mesa. Vamos a sentarnos todos bien juntos, como hijos en torno a su padre.

Toman los triclinios que había detrás de la mesa (los de Jesús, Juan, Santiago, Pedro, Simón, Andrés y el primo Santiago) y los llevan al otro lado.

Jesús toma asiento en el suyo, igual que antes, entre Santiago y Juan. Pero, cuando ve que Andrés va a sentarse en el sitio que ha dejado Judas Iscariote, grita:

-No, ahí no.

Un grito impulsivo que su suma prudencia no logra evitar.

Luego modifica de esta manera:

-No es necesario tanto espacio. Sentados, se puede estar en éstos; son suficientes. Os quiero tener muy cerca.

Ahora, respecto a la mesa, están así:

0 sea, forman una U alargada con Jesús en el centro y, enfrente, la mesa -una mesa ya sin comida- y el sitio de Judas.

Santiago de Zebedeo llama a Pedro:

-Siéntate aquí. Yo me siento en este taburete, a los pies de Jesús.

-¡Que Dios te bendiga, Santiago! ¡Lo estaba deseando! – dice Pedro, y se arrima a su Maestro, que viene a hallarse estrechado entre Juan y Pedro, y tiene a Santiago a los pies.

Jesús sonríe:

-Veo que empiezan a obrar las palabras que he dicho antes. Los buenos hermanos se quieren. Yo también te digo, Santiago: «Que Dios te bendiga». Tampoco este acto tuyo será olvidado por el Eterno, y lo encontrarás allá arriba.

Todo lo que pido lo puedo. Ya lo habéis visto. Ha bastado un solo deseo para que el Padre concediera al Hijo el darse en Alimento al hombre. Con todo lo que ha sucedido ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre, porque el milagro, sólo posible para los amigos de Dios, es testimonio de poder. Cuanto mayor es el milagro, más segura y profunda es esta divina amistad. Éste es un milagro que, por su forma, duración y naturaleza, por su magnitud y los límites a que llega, no admite otro posible mayor.

Os digo que es tan poderoso, tan sobrenatural, tan incomprensible para el hombre soberbio, que muy pocos lo entenderán como debe entenderse, y muchos lo negarán. ¿Qué diré, entonces? ¿Condena para ellos? No. Diré: ¡piedad!

Pero, cuanto mayor es el milagro, mayor es la gloria que recibe su autor. Es Dios mismo quien dice: «Sí, este amado mío ha recibido lo que ha querido, y Yo lo he concedido, porque grande es la gracia que posee ante mis ojos». Y aquí dice: «Posee una gracia sin límites, como infinito es el milagro que ha hecho». La gloria que de Dios revierte en el autor del milagro y la gloria que del autor del milagro revierte en el Padre son parejas: porque toda gloria sobrenatural, procediendo de Dios, a su fuente retorna. Y la gloria de Dios, aun siendo ya infinita, crece y crece y resplandece por la gloria de sus santos. Así, digo: de la misma forma que ha sido glorificado por Dios el Hijo del hombre, Dios ha sido glorificado por Este. Yo he glorificado a Dios en mí mismo, a su vez Dios glorificará en sí a su Hijo; muy pronto lo glorificará.

¡Exulta, Tú que vuelves a tu Sede, oh Esencia espiritual de la Segunda Persona! ¡Exulta, Carne que vuelves a subir después de tanto destierro en el fango! Y lo que se te va a dar como morada ciertamente no es el Paraíso de Adán, sino el excelso Paraíso del Padre. Que, si se dijo que sorprendido por un mandato de Dios -dado por boca de un hombre- se detuvo el Sol, (Josué 10, 12-14) ¿qué no sucederá en los astros cuando vean el prodigio de la Carne del Hombre subir y sentarse a la derecha del Padre en su Perfección de materia glorificada?

Hijitos míos, ya poco tiempo estaré con vosotros. Luego me buscaréis como los huérfanos buscan al padre o a la madre muertos. Y, llorando, hablando de Él iréis y llamaréis en vano al mudo sepulcro, y luego llamaréis a las puertas azules de los Cielos, con vuestra alma lanzada en suplicante búsqueda de amor, y diréis: «¿Dónde está nuestro Jesús? Queremos tenerlo. Sin

Él ya no hay luz en el mundo, ni alegría ni amor. O devolvédnoslo o dejadnos entrar. Queremos estar donde Él». Mas no podéis, por ahora, ir a donde Yo voy. Se lo dije también a los judíos: «Luego me buscaréis, pero a donde voy Yo vosotros no podéis ir». Os lo digo también a vosotros.

Considerad que ni siquiera mi Madre podrá ir a donde Yo voy. Y fijaos que dejé al Padre para ir a Ella y hacerme Jesús en su seno sin mancha. Fijaos que de la Inviolada vine en el éxtasis luminoso de mi Natividad; y de su amor, hecho leche, me nutrí.

Yo estoy hecho de pureza y amor porque María me nutrió con su virginidad fecundada por el Amor perfecto que vive en el Cielo.

Y fijaos que por Ella crecí, costándole fatigas y lágrimas… Y fijaos que le pido un heroísmo que supera a todos los realizados hasta ahora, respecto al cual los de Judit y

Yael son como heroísmos de pobres mujeres en oposición con su rival en la fuente del pueblo. Y fijaos que ninguno la iguala en amor a mí. Pues bien, a pesar de todo, la dejo y voy a donde Ella no irá hasta dentro de mucho tiempo. Para Ella no es el mandato que os doy a vosotros: «Santificaos año tras año, mes tras mes, día tras día, hora tras hora, para poder venir a mí cuando llegue vuestro momento». En Ella reside toda gracia y santidad. Es la criatura que ha tenido todo y ha dado todo. Nada hay que añadir en Ella, y nada hay que quitar. Es el santísimo testimonio de lo que puede Dios.

Pero para estar seguro de que en vosotros exista la aptitud de venir a mí y de olvidar el dolor del luto de la separación de vuestro Jesús, os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Como Yo os he amado, amaos igualmente los unos a los otros. Por esto se sabrá que sois mis discípulos. Cuando un padre tiene muchos hijos, ¿en qué se sabe que son sus hijos? No tanto por el aspecto físico -porque hay hombres que son en todo semejantes a otro hombre con el que no tienen ninguna relación de sangre, y ni siquiera de nación-, cuanto por el común amor a la familia, a su padre y entre sí. E incluso cuando muere el padre la buena familia no se disgrega, porque la sangre es una, que es la que recibieron genéticamente de su padre y anuda vínculos que ni siquiera la muerte desata, porque más fuerte que la muerte es el amor. Pues bien, si me amáis aun después de que os deje, todos reconocerán que sois hijos míos, y por tanto, discípulos míos, y que, habiendo tenido un único padre, entre vosotros sois hermanos.

Señor Jesús, pero ¿a dónde vas? – pregunta Pedro.

-Voy a donde tú, por ahora, no puedes seguirme. Pero después me seguirás.

-¿Y por qué no ahora? Te he seguido siempre, desde que me dijiste: «Sígueme». He dejado todo sin añoranzas…

Marcharte ahora sin tu pobre Simón, dejándome privado de ti, mi Todo, después de que yo he dejado mi poco bien de antes, no es ni razonable ni bonito por tu parte. ¿Vas a la muerte? Bien, pues yo también voy. Iremos juntos al otro mundo. Pero antes te habré defendido. Estoy preparado para dar la vida por ti.

-¿Tú darás tu vida por mí? ¿Ahora? Ahora, no. En verdad, en verdad te lo digo: antes de que cante el gallo me negarás tres veces. Estamos todavía en la primera vigilia. Luego vendrá la segunda… y luego la tercera. Antes del galicinio, renegarás de tu Señor tres veces.

-¡Imposible, Maestro! Creo en todo lo que dices, pero no en esto; estoy seguro de mí.

-Ahora, por ahora estás seguro; pero es porque ahora me tienes todavía a mí. Tienes contigo a Dios. Dentro de poco el Dios encarnado será prendido y ya no lo tendréis. Y Satanás, después de poneros rémoras -tu propia seguridad es una astucia de Satanás, morralla para ponerte rémoras- os amedrentará. Os insinuará: «Dios no existe. Yo existo». Y, dado que, a pesar de que el espanto os empañe la mente, todavía razonaréis, lo que comprenderéis será que si Satanás es el amo de esa hora, es que ha muerto el Bien y lo que obra es el Mal; que el espíritu ha sido abatido y triunfa lo humano. Entonces os quedaréis como guerreros sin caudillo, perseguidos por el enemigo, y, en

medio del desconcierto propio de los vencidos, os doblegaréis ante el vencedor, y, para evitar que os maten, renegaréis del héroe caído.

Pero -os lo ruego-, no se turbe vuestro corazón. Creed en Dios. Creed también en mí. Contra todas las apariencias, creed en mí. Creed en mi misericordia y en la del Padre tanto el que se quede como el que huya; tanto el que calle como el que abra su boca para decir: «No lo conozco». Igualmente, creed en mi perdón. Y creed que, cualesquiera que sean en el futuro vuestras acciones, en el Bien y en mi Doctrina (por tanto, en mi Iglesia), esas acciones os darán un igual lugar en el Cielo.

En la casa del Padre mío hay muchas moradas. Si no fuera así, os lo habría dicho. Porque Yo voy por delante. A preparar un lugar para vosotros. ¿No hacen, acaso, eso los padres buenos, cuando tienen que llevar a sus pequeñuelos a otro lugar? Van por delante, preparan la casa, los enseres, las provisiones. Y luego vuelven y toman consigo a sus más amadas criaturas. Eso hacen, por amor. Para que a sus pequeñuelos no les falte nada, ni se sientan incómodos en el nuevo pueblo. Lo mismo hago Yo, y por el mismo motivo. Me marcho, ahora. Cuando haya preparado para cada uno su puesto en la Jerusalén celestial, volveré y os tomaré conmigo, para que estéis conmigo donde Yo estoy, donde no habrá ya muerte ni lutos ni lágrimas ni gritos ni hambre ni dolor ni tinieblas ni quemazón, sino sólo luz, paz, bienaventuranza y canto.

¡Oh, canto de los Cielos altísimos cuando los doce elegidos estén en los tronos con los doce patriarcas de las tribus de Israel y, encendidos en el fuego del amor espiritual, canten, erguidos frente al mar de la bienaventuranza, el cántico eterno cuyo arpegio será el eterno aleluya del ejército angélico…!

Quiero que donde voy a estar estéis vosotros. Y ya sabéis a dónde voy, y sabéis el camino.

-¡Pero Señor! Nosotros no sabemos nada. No nos dices a dónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino que hay que tomar para ir hacia ti y abreviar la espera? – pregunta Tomás.

-Yo soy el Camino, la Verdad, la Vida. Me lo habéis oído decir y explicar repetidas veces. Y, en verdad, algunos que ni siquiera sabían que existía un Dios se han encaminado antes por mi camino y ya os preceden. ¡Oh!, ¿dónde estás, oveja descarriada de Dios traída por mí de nuevo al redil?, ¿dónde estás tú, resucitada de alma?

-¿Quién? ¿De quién hablas? ¿De María de Lázaro? Está allí, con tu Madre. ¿Quieres que venga? ¿O quieres que venga Juana? Estará, sin duda, en su palacio. Pero, si quieres, vamos a llamarla…

-No. No me refiero a ellas… Pienso en aquella que será mostrada sólo en el Cielo… y en Fotinai… Ellas me han encontrado. Y desde entonces no han dejado mi camino. A una le indiqué al Padre como Dios verdadero y al espíritu como levita en esta individual adoración; a la otra, que ni siquiera sabía que tenía un espíritu, le dije: «Mi nombre es Salvador; salvo a quien tiene buena voluntad de salvarse. Yo soy Aquel que busca a los perdidos, que da la Vida, la Verdad y la Pureza. Quien me busca me encuentra». Y

ambas han encontrado a Dios… Os bendigo, débiles Evas que habéis venido a ser más fuertes que Judit… Voy a donde estáis… Vosotras me consoláis… ¡Benditas seáis!…

-Muéstranos al Padre, Señor, y seremos como estas mujeres – dice Felipe.

-¡Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, ¿y tú, Felipe, no me has conocido todavía?! El que me ve a mí ve al Padre mío. ¿Cómo es que dices: «Muéstranos al Padre»? ¿No logras creer que Yo estoy en el Padre y Él en mí? Las palabras que os digo no os las digo motu propio, sino que el Padre, que mora en mí, cumple cada una de mis obras. ¿Y no creéis que Yo esté en el Padre y Él en mí? ¿Qué tengo que decir para haceros creer? Pues si no creéis en las palabras creed al menos en las obras.

Yo os digo, y os lo digo con verdad: el que cree en mí hará las obras que Yo hago, y las hará aun mayores, porque voy al Padre. Y todo lo que pidáis al Padre en mi nombre Yo lo haré para que el Padre sea glorificado en su Hijo. Y haré lo que me pidáis en nombre de mi Nombre. Mi Nombre, en lo que realmente es, es conocido por mí sólo y por el Padre que me ha engendrado y por el Espíritu que de nuestro amor procede. Por ese Nombre todo es posible. El que piensa en mi Nombre con amor me ama, y obtiene; pero no basta amarme, es necesario observar mis mandamientos para tener el verdadero amor.

Son las obras las que dan testimonio de los sentimientos. Y por este amor rogaré al Padre, y Él os dará otro Consolador, que permanezca para siempre con vosotros, Uno en quien Satanás y el mundo no pueden ensañarse, el Espíritu de la Verdad que el mundo no puede recibir ni herir, porque ni lo ve ni lo conoce. Dirigirá contra Él sus escarnios, pero Él es tan excelso que el escarnio no lo podrá herir; mientras que su piedad superará toda medida para aquellos que lo amen, aunque sean pobres y débiles. Vosotros lo conoceréis, porque ya vive con vosotros y pronto estará en vosotros.

No os dejaré huérfanos. Ya os he dicho que volveré a vosotros. Pero antes de que llegue la hora de venir a recogeros para ir a mi Reino Yo vendré; a vosotros vendré. Dentro de poco el mundo ya no me verá. Pero vosotros me veis y me veréis.

Porque Yo vivo y vosotros vivís. Porque Yo viviré y vosotros también viviréis. Ese día conoceréis que estoy en el Padre mío y vosotros en mí y Yo en vosotros. Porque el que acoge mis preceptos y los observa es el que me ama, y el que me ama será amado por el Padre mío y poseerá a Dios porque Dios es caridad y quien ama tiene en sí a Dios. Y Yo lo amaré porque en él veré a Dios, y me manifestaré a él dándome a conocer en los secretos de mi amor, de mi sabiduría, de mi Divinidad encarnada. Serán mis regresos a los hijos del hombre, a quienes amo, aunque sean débiles e incluso enemigos. Pero éstos serán sólo débiles, y yo los fortaleceré. Les diré: «¡Álzate!», diré «¡Sal afuera!», diré: «¡Sígueme!», diré «Escucha», diré «Escribe»… y vosotros estáis entre éstos.

-¿Por qué, Señor, te manifiestas a nosotros y no al mundo? – pregunta Judas Tadeo.

-Porque me amáis y ponéis por obra mis palabras. El que haga esto será amado por el Padre y Nosotros iremos a él y viviremos con él, en él; mientras que el que no me ama no pone por obra mis palabras y actúa según la carne y el mundo. Ahora bien, sabed que lo que os he dicho no son palabras de Jesús Nazareno sino palabras del Padre, porque Yo soy el Verbo del Padre, que me ha enviado. Os he dicho estas cosas hablando así,

con vosotros, porque quiero Yo mismo prepararos a la completa posesión de la Verdad y la Sabiduría. Pero todavía no podéis comprender ni recordar. Pero, cuando venga a vosotros el Consolador, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi Nombre, podréis comprender, y os enseñará todo y os recordará todo lo que Yo os he dicho.

Mi paz os dejo, mi paz os doy. Os la doy no como la da el mundo, y ni siquiera como hasta ahora os la he dado: saludo bendito del Bendito a los bendecidos. La paz que ahora os doy es más profunda. En este adiós, os comunico a mí mismo, mi Espíritu de paz, de la misma manera que os he comunicado mi Cuerpo y mi Sangre, para que tengáis en vosotros una fuerza en la inminente batalla. Satanás y el mundo desatan su guerra contra vuestro Jesús. Es su hora. Tened en vosotros la Paz, mi Espíritu que es espíritu de paz, porque Yo soy el Rey de la paz. Tened esta paz para no sentiros demasiado desvalidos. El que sufre con la paz de Dios dentro de sí, sufre, pero ni blasfema ni se desespera.

No lloréis. Habéis oído también que he dicho: «Voy al Padre y luego regresaré». Si me amarais por encima de la carne, os alegraríais, porque voy con el Padre después de este gran destierro… Voy donde Aquel que es mayor que Yo y que me ama.

Os lo he dicho ahora, antes de que se cumpla -como también os he revelado todos los sufrimientos del Redentor antes de ir a ellos- para que, cuando todo se cumpla, creáis más en mí. ¡No os turbéis de esa manera! No os descorazonéis. Vuestro corazón necesita equilibrio…

Poco me queda para hablaros… ¡y todavía tengo mucho que decir! Llegado al final de esta evangelización mía, me parece como si no hubiera dicho todavía nada, y que mucho, mucho, mucho quede por hacer. Vuestro estado aumenta esta sensación mía. ¿Qué diré entonces? ¿Que he desempeñado con deficiencias mi función?, ¿o que vosotros sois tan duros de corazón, que para nada ha servido mi obra? ¿Dudaré? No. Me pongo en las manos de Dios, y os pongo a vosotros, mis predilectos, en sus manos. Él dará cumplimiento a la obra de su Verbo. No soy como un padre que muere sin más luz que la humana; Yo espero en Dios. Y aun sintiendo en mí el apremio de daros todos los consejos de que os veo necesitados, y aun sintiendo que el tiempo huye, voy tranquilo a mi destino. Sé que sobre las semillas caídas en vosotros está para descender el rocío, un rocío que las hará germinar a todas ellas; y luego vendrá el sol del Paráclito, y las semillas se transformarán en árboles corpulentos. Muy pronto llegará el príncipe de este mundo, aquel con quien Yo nada tengo que ver; y, si no hubiera sido por la finalidad redentora, ningún poder hubiera tenido en orden a mí. Pero esto sucede para que el mundo sepa que amo al Padre y que lo amo hasta la obediencia de muerte y que por eso hago lo que me ha mandado.

Es la hora de marcharnos. Levantaos. Oíd las últimas palabras. Yo soy la verdadera Vid. El Padre es el Viñador. Al sarmiento que no produce fruto el Padre lo corta y al que produce fruto lo poda para que dé aún más fruto. Vosotros estáis ya purificados por mi palabra. Permaneced en mí -Yo permanezco en vosotros- para mantener esa pureza. El sarmiento separado de la vid no puede producir fruto. Igualmente vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la Vid; vosotros, los sarmientos. El que permanece unido a mí produce abundantes frutos. Pero si uno se separa se seca, y es arrojado al fuego y allí arde. Porque sin la unión conmigo no podéis hacer nada. Permaneced, pues en mí; que mis palabras permanezcan en vosotros; luego pedid lo que queráis y se os concederá. El

Padre mío, cuanto más fruto deis y cuanto más discípulos míos seáis, más glorificado será. Como el Padre me ha amado, así os he amado Yo. Permaneced en mi amor, que salva. Amándome, seréis obedientes. La obediencia aumenta el recíproco amor. No digáis que me repito. Conozco vuestra debilidad. Quiero que os salvéis. Os digo estas cosas para que la alegría que os he querido dar esté en vosotros y sea completa. Amaos. ¡Amaos! Éste es mi mandamiento nuevo. Amaos unos a otros más de lo que cada uno ame a sí mismo. No hay mayor amor que el del que da su vida por sus amigos. Vosotros sois

mis amigos y Yo doy la vida por vosotros. Haced lo que os enseño y mando.

Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor, mientras que vosotros sabéis lo que Yo hago.

Todo lo sabéis acerca de mí. Me he manifestado a vosotros, pero no sólo esto, sino que también os he revelado al Padre y al Paráclito y todo lo que he oído a Dios.

No os habéis elegido a vosotros mismos, sino que os he elegido Yo, y os he elegido para que vayáis a los pueblos y deis fruto en vosotros y en los corazones de los evangelizados y vuestro fruto permanezca, y el Padre os dé todo lo que en mi Nombre le pidáis.

No digáis: «Y entonces, si nos has elegido, ¿por qué has elegido a un traidor? Si lo sabes todo, ¿por qué has hecho esto?». No os preguntéis ni siquiera quién es ése. No es un hombre. Es Satanás. Se lo dije al amigo fiel y lo he dejado decir al hijo predilecto. Es Satanás. Si Satanás no se hubiera encarnado -el eterno, torpe remedador de Dios, en una carne mortal-, este

poseído no hubiera podido quedar al margen de mi poder de Jesús. He dicho: «poseído». No. Es mucho más: es uno que está anulado en Satanás».

-¿Por qué, Tú que has expulsado los demonios, no lo has liberado? – pregunta Santiago de Alfeo.

-¿Lo preguntas por amor a ti, temiendo ser él? No temas eso.

-¿Yo, entonces?

-¿Yo?

-¿Yo?

-Callad. No digo ese nombre. Uso misericordia. Haced vosotros lo mismo.

-¿Pero por qué no lo has vencido? ¿No podías?

-Podía. Pero para impedir a Satanás encarnarse para matarme habría debido exterminar a la raza humana antes de la Redención. ¿Qué habría redimido, entonces?

-¡Dímelo, Señor, dímelo!

Pedro ha caído de rodillas ante Jesús y lo zarandea frenéticamente, como si el delirio se hubiera apoderado de él.

-¿Soy yo? ¿Soy yo? ¿Me examino? No me parece serlo. Pero Tú… has dicho que te negaré… Y tiemblo… ¡Qué horror ser yo!…

-No, Simón de Jonás, tú no.

-¿Por qué me has quitado mi nombre de «Piedra»? ¿Entonces soy de nuevo Simón? ¿Lo ves? ¡Lo estás diciendo! … ¡Soy yo! ¿Cómo he podido llegar a esto? Decidlo… decidlo vosotros… ¿Cuándo me he hecho traidor?… ¿Simón?… ¿Juan?… ¡Hablad!…

-¡Pedro! ¡Pedro! ¡Pedro! Te llamo Simón porque pienso en el primer encuentro, cuando eras Simón. Y pienso en cómo has sido leal desde el primer momento. No eres tú. Lo digo Yo: Verdad.

-¿Quién, entonces?

-¡Pues Judas de Keriot! ¿No lo has entendido todavía? – grita Judas Tadeo, que ya no es capaz de seguir conteniéndose.

-¿Por qué no me lo has dicho antes? ¿Por qué? – grita también Pedro.

-Silencio. Es Satanás. No tiene otro nombre. ¿A dónde vas, Pedro?

-A buscarlo.

-Deja inmediatamente ese manto y esa arma. ¿O es que tengo que expulsarte y maldecirte?

-¡No, no! ¡Oh, Señor mío! Pero yo… pero yo… ¿estaré enfermo de delirio? ¡Oh! ¡Oh!

Pedro llora arrojado al suelo a los pies de Jesús.

-Os doy el mandamiento de que os améis. Y que perdonéis ¿Habéis comprendido? Aunque en el mundo haya odio, en vosotros haya sólo amor. Hacia todos. ¡Cuántos traidores encontraréis en vuestro camino! Pero no debéis odiarlos y devolverles mal por mal. Si eso hiciereis, el Padre os aborrecerá a vosotros. Antes de vosotros, fui odiado y traicionado Yo. Y ya veis que Yo no odio. El mundo no puede amar lo que no es como él. Por tanto, no os amará. Si fuerais suyos, os amaría; pero no sois del mundo, pues que Yo os he tomado de entre el mundo. Y por esto sois odiados.

Os he dicho: el siervo no es más que su señor. Si me han perseguido a mí os perseguirán también a vosotros. Si me han escuchado a mí os escucharán también a vosotros. Pero todo lo harán por causa de mi Nombre, porque no conocen, no quieren conocer al que me ha enviado. Si no hubiera venido y no hubiera hablado, no serían culpables, pero ahora su pecado no tiene disculpa. Han visto mis obras, oído mis palabras, y, no obstante, me han odiado, y conmigo a mi Padre. Porque Yo y el Padre somos una sola Unidad con el Amor. Pero estaba escrito (Salmos 35, 19; 69, 5): «Me odiaste sin motivo». Mas cuando venga el Consolador, el Espíritu de verdad que del Padre procede,

dará testimonio de mí, y también vosotros lo daréis, porque desde el principio estuvisteis conmigo.

Os digo esto para que cuando sea la hora no quedéis abatidos y escandalizados. Pronto llegará el momento en que os echen de las sinagogas y en que el que os mate pensará que con ello está dando culto a Dios. No han conocido al Padre y tampoco a mí. En esto está su atenuante. Estas cosas no os las he dicho con tanta amplitud antes de ahora porque erais como niños recién nacidos. Pero ahora la madre os deja. Yo me marcho. Deberéis habituaros a otro alimento. Quiero que lo conozcáis.

Ya ninguno me pregunta: «¿A dónde vas?». La tristeza os hace mudos. Y, no obstante, es bueno también para vosotros que me marche; si no, no vendrá el Consolador. Yo os lo enviaré. Y, cuando venga, a través de la sabiduría y la palabra, las obras y el heroísmo que infundirá en vosotros, convencerá al mundo de su pecado deicida, y de justicia en orden a mi santidad. Y el mundo será netamente dividido en réprobos, enemigos de Dios, y creyentes. Éstos serán más o menos santos, según su voluntad. Pero se llevará a cabo el juicio del príncipe del mundo y de sus siervos. Más no puedo deciros, porque todavía no podéis entender. Pero Él, el divino Paráclito, os dará la Verdad entera porque no hablará de sí mismo, sino que dirá todo lo que ha oído de la Mente de Dios y os anunciará el futuro. Tomará lo que de mí viene -o sea, aquello que igualmente es del Padre- y os lo dirá.

Todavía un poco nos veremos. Luego ya no me veréis. Después todavía un poco, y me veréis de nuevo.

Hacéis comentarios entre vosotros y en vuestro corazón. Escuchad una parábola. La última de vuestro Maestro.

Cuando una mujer ha concebido y le llega la hora del parto, se encuentra muy afligida porque sufre y gime. Pero, cuando da a luz a su hijito y lo estrecha contra su corazón, cesa toda pena y la tristeza se transforma en alegría porque un hombre ha venido al mundo.

Lo mismo vosotros. Lloraréis y el mundo reirá a costa de vosotros. Pero luego vuestra tristeza se transformará en alegría, una alegría que el mundo nunca conocerá. Vosotros ahora estáis tristes. Pero cuando volváis a verme vuestro corazón se llenará de un gozo que ninguno podrá arrebataros, una alegría tan plena, que acallará toda necesidad de pedir, tanto para la mente como para el corazón como para la carne. Sólo os alimentaréis de verme de nuevo, y olvidaréis todas las demás cosas. Y, precisamente desde ese momento, podréis pedir todo en mi Nombre, y el Padre os lo dará, para que vuestra alegría sea cada vez mayor. Pedid, pedid, y recibiréis.

Llega la hora en que podré hablaros abiertamente del Padre. Ello será porque habréis sido fieles en la prueba y todo habrá quedado superado; perfecto, pues, vuestro amor, porque os habrá dado fuerza en la prueba. Y lo que os falte a vosotros Yo os lo añadiré tomándolo de mi inmenso tesoro, y diré: «Padre, Tú lo ves: me han amado y han creído que he venido de ti».

Bajé a este mundo y ahora lo dejo y voy al Padre, y rogaré por vosotros.

-¡Oh, ahora te explicas! Ahora sabemos lo que quieres decir y que Tú sabes todo y respondes sin que nadie te pregunte.

¡Verdaderamente vienes de Dios!

-¿Ahora creéis? ¿En el último momento? ¡Llevo tres años hablándoos! Pero es que ya obra en vosotros el Pan que es Dios y el Vino que es Sangre no venida de hombre, y os comunican el primer estremecimiento de deificación. Seréis dioses si perseveráis en mi amor y en la pertenencia a mí. No como se lo dijo Satanás a Adán y Eva, sino como Yo os lo digo. Es el verdadero fruto del árbol del Bien y de la Vida. El Mal queda vencido en quien se alimente con este fruto, y queda vencida la Muerte. El que coma de él vivirá eternamente y será «dios» en el Reino de Dios. Vosotros seréis dioses si permanecéis en mí. Y, no obstante…, pues, a pesar de tener en vosotros este Pan y esta Sangre -pues está llegando la hora en que os desperdigaréis-, os marcharéis por vuestra cuenta y me dejaréis solo… Pero no estoy solo. Tengo al Padre conmigo. ¡Padre! ¡Padre! ¡No me abandones! Todo os lo he dicho… Para daros paz. Mi paz. Todavía sufriréis opresión. Pero tened fe. Yo he vencido al mundo.

Jesús se levanta, abre los brazos en cruz y dice, luminoso su rostro, la sublime oración al Padre. Juan la reseña integralmente. (Juan 17)

Los apóstoles lloran más o menos visible y ruidosamente. Por último, cantan un himno.

Jesús los bendice. Luego ordena:

-Vamos a ponernos los mantos, ahora. Y vámonos. Andrés, di al dueño de la casa que deje todo así, por deseo mío.

Mañana… os agradará volver a ver este lugar. Jesús lo mira. Parece bendecir las paredes, los muebles, todo. Luego se pone el manto y se encamina, seguido de los discípulos.

A su lado, Juan, en quien se apoya.

-¿No saludas a tu Madre? – le pregunta el hijo de Zebedeo.

-No. Todo está ya hecho. Es más, caminad cautelosos.

Simón, que ha encendido un cirio del candelabro, ilumina el vasto pasillo que conduce a la puerta. Pedro abre cautelosamente la puerta de fuera y salen todos a la calle; luego, accionando un mecanismo, cierran desde fuera. Y se ponen en camino.

Dice Jesús (a María Valtorta):

-Del episodio de la Cena, aparte de la consideración de la caridad de un Dios que se hace Alimento para los hombres, resaltan cuatro enseñanzas principales.

Primera: la necesidad para todos los hijos de Dios de obedecer a la Ley.

La Ley decía que por Pascua se debía comer el cordero según el ritual que había dado el Altísimo a Moisés; y Yo, Hijo verdadero del Dios verdadero, no me consideré, por mi

condición divina, exento de la Ley. Estaba en la Tierra: Hombre entre los hombres y Maestro de los hombres. Tenía, por tanto, que cumplir, respecto a Dios, mi deber de hombre como los demás y mejor que los demás. Los favores divinos no eximen de la obediencia y del esfuerzo en orden a una santidad cada vez mayor. Si comparáis la santidad más excelsa con la perfección divina, la encontráis siempre llena de imperfecciones, y, por tanto, obligada a esforzarse a sí misma para eliminarlas y alcanzar un grado de perfección semejante lo más posible al de Dios.

Segunda: el poder de la oración de María.

Yo era Dios hecho Carne. Una Carne que por ser sin mancha poseía la fuerza espiritual para dominar la carne. Y, no obstante, no rehúso -antes al contrario: invoco- la ayuda de la Llena de Gracia, la cual también en esos momentos de expiación encontraría, es verdad, sobre su cabeza, cerrado el Cielo, pero no tanto como para no lograr -siendo Ella Reina de los ángeles arrebatar al Cielo un ángel para el consuelo de su Hijo. ¡Oh, no para ella, pobre Mamá! También Ella saboreó la amargura del abandono del Padre. Pero, por este dolor suyo ofrecido a la Redención, me obtuvo el poder superar la angustia del Huerto de los Olivos y el poder llevar a cumplimiento la Pasión en todo su multiforme rigor (cada uno de cuyos aspectos estaba orientado a lavar una forma y un medio de pecado).

Tercera: el dominio de uno mismo y la suportación de la ofensa, -el acto de caridad más sublime de todos- pueden poseerlo únicamente aquellos que hacen vida de su vida la ley de caridad, que Yo había proclamado; y no sólo proclamado, sino realmente practicado.

No os podéis hacer una idea lo que fue para mí el tener a mi lado, a la mesa, a mi Traidor; el deber darme a él; el tener que humillarme ante él; el tener que compartir con él el cáliz del rito y poner los labios donde él los había puesto y ofrecer a mi Madre que los pusiera. Vuestros médicos han discutido y discuten sobre mi rápido fin, y lo atribuyen a un daño cardiaco debido

a los golpes de la flagelación. Sí, también debido a estos golpes se debilitó mi corazón, pero ya había enfermado en la Cena, quebrantado, quebrantado en el esfuerzo de tener que sufrir a mi lado a mi Traidor. Empecé a morir físicamente entonces. El resto no fue sino un aumento de la agonía ya existente.

Todo lo que pude hacer lo hice, porque era uno con la Caridad. Incluso en el momento en que Dios-Caridad se retiraba de mí supe ser caridad, porque había vivido de caridad en mis treinta y tres años. No se puede llegar a una perfección como se requiere para perdonar y soportar a nuestro ofensor si no se tiene el hábito de la caridad. Yo lo tenía y pude perdonar y soportar

a esta obra singular de Ofensor que fue Judas.

Cuarta: el Sacramento obra más cuanto más digno es uno de recibirlo; cuanto más se ha hecho digno de él uno con una constante voluntad que quebranta la carne y hace señor al espíritu, venciendo las concupiscencias, doblegando el ser a las virtudes, tendiendo el ser, cual arco, hacia la perfección de las virtudes, sobre todo, de la caridad.

Porque cuando uno ama tiende a alegrar a aquel a quien ama. Juan, que era puro y era el que más me quería, recibió del Sacramento el máximo de la transformación. Empezó desde ese momento a ser esa águila al que le resultaba familiar y fácil la altura en el Cielo de Dios, fácil fijar su mirada en el Sol eterno. Pero, ¡ay de aquel que recibe el Sacramento sin haberse hecho digno de él, sino que, al contrario, haya aumentado su siempre humana indignidad con las culpas mortales! Entonces el Sacramento pasa de ser germen de preservación y vida, a serlo de corrupción y muerte. Muerte del espíritu y putrefacción de la carne, por lo cual ésta «revienta», como dice Pedro (Hechos 1, 18) de la de Judas. No vierte la sangre, líquido siempre vital y hermoso en su púrpura, sino que esparce sus vísceras, negras de toda su libídine, podredumbre que se esparce fuera de la carne corrompida, como de la carroña de un animal inmundo, objeto de repulsa para los que pasan.

La muerte del profanador del Sacramento es siempre la muerte de un desesperado, y, por tanto, no conoce el plácido tránsito propio de quien está en gracia, ni el heroico tránsito de la víctima que sufre agudamente con la mirada fija en el Cielo y el alma segura de la paz. La muerte del desesperado es atroz en contorsiones y terror, es convulsión horrenda del alma ya aferrada por la mano de Satanás, que la estrangula para descuajarla de la carne, y que la ahoga con su nauseabundo hálito.

Ésta es la diferencia entre el que pasa a la otra vida habiéndose nutrido en ésta de caridad, fe, esperanza, y de todas las otras virtudes y de toda doctrina celeste, y del Pan angélico que le acompaña con sus frutos -y mejor si es con su presencia real en el extremo viaje, y el que muere después de una vida bestial con muerte bestial no confortada ni por la Gracia ni por el

Sacramento: lo primero es el sereno fin del santo al que la muerte le abre el Reino eterno; lo segundo es la espantosa caída del condenado que siente que se hunde en la muerte eterna y conoce en un instante aquello que ha querido perder, sin poder ya reparar. Para uno, ganancia; para el otro, ser despejado. Para uno, alegría; para el otro, terror.

Esto es lo que os dais, según que creáis en mi don y lo améis, o que no creáis en él y lo despreciéis. Y ésta es la enseñanza de esta contemplación.

MISTERIOS DOLOROSOS: (se rezan los martes y viernes)

1o La oración de Jesús en el Huerto de los Olivos

602 Hacia el Getsemaní con once apóstoles. La agonía y el prendimiento.

La calle está llena de silencio. Sólo una fuentecilla que vierte su agua en una pila de piedra pone un sonido en medio de tanto silencio. En las paredes de las casas, en el lado oriental, todavía hay oscuridad, mientras que en el otro lado la Luna empieza a blanquear la cima de las casas y, donde la calle se ensancha formando una placita, el lácteo color de plata de la Luna desciende a embellecer también los cantos y la tierra de la calle. Pero debajo de los frecuentes arcos que van de casa a casa, semejantes a puentes levadizos o a puntales de estas viejas casas de escasísimas aperturas hacia la

calle, y que a esta hora están del todo cerradas y oscuras como si fueran casas abandonadas, hay oscuridad perfecta, y el color rojizo de la antorcha que lleva Simón adquiere una vivacidad singular y una utilidad aún mayor. Los rostros, con esa luz roja y móvil, muestran un relieve neto, y cada uno de ellos revela un estado de ánimo distinto.

El más solemne y tranquilo es el de Jesús, aunque el cansancio lo avejente marcándolo con líneas que normalmente no tiene y que hacen ya aparecer la futura efigie de su rostro recompuesto en la muerte.

Juan, que camina a su lado, va posando su mirada atónita, doliente, en todo lo que ve a su alrededor; parece un niño aterrorizado por alguna narración que haya oído contar o por alguna promesa amedrentadora, y parece invocar la ayuda de alguien que sepa más que él. Pero ¿quién podrá ayudarle?

Simón, que va al otro lado de Jesús, tiene una expresión cerrada, sombría, propia de quien va rumiando dentro de sí pensamientos atroces; y aun así es el único que, además de Jesús, mantiene un aspecto de noble gravedad.

Los demás, en dos grupos cuya formación continuamente se altera, son la agitación personificada. De vez en cuando, la voz ronca de Pedro y la voz de barítono de Tomás se elevan con extraña resonancia; y la moderan luego, como temerosos por lo que dicen. Van discutiendo sobre lo que debe hacerse: quién propone una cosa, quién otra; pero todas las propuestas son inconsistentes, porque realmente está para comenzar «la hora de las tinieblas» y los juicios humanos quedan oscurecidos y confusos.

-Había que habérmelo dicho antes – dice Pedro con estrangulada voz.

-Pero nadie ha hablado. Tampoco el Maestro… – dice Andrés.

-¡Sí, ya, Él te lo iba a decir! ¡Vamos, hermano, parece que no lo conocieras!… – le responde Pedro.

-Yo percibía algo turbio. Y lo dije: «Vamos a morir con Él». ¿Os acordáis? ¡Pero, por nuestro santísimo Dios, si hubiera sabido que era Judas de Simón!… – brama Tomás amenazador.

-¿Y qué querías hacer? – pregunta Bartolomé.

-¿Yo? ¡Todavía intervendría ahora, si me ayudarais!

-¿Qué harías? ¿Irías a matarlo? ¿Y a dónde?

-No. Me llevaría al Maestro. Es más fácil.

-¡No iría!

-No se lo preguntaría. Lo raptaría como se rapta a una mujer.

-¡Pues no sería mala idea! – dice Pedro.

Cristina

Vivir en la Divina Voluntad es poseer al mismo Dios, su Vida -que son sus actos los cuales esconden sus atributos- y por lo tanto, es vivir la misma Vida Divina. Se dice pronto.... pero para esto nos creó el Creador. Bendito sea su Nombre: YO SOY. El es un eterno presente y todo lo que hay hecho está en acto de hacerse para tomarlo en cualquier momento.