UNA HORA DE PREPARACIÓN PARA LA MUERTE con

 

Dictada a María Valtorta

14 de julio de 1946

Dice Jesús:

“Dicté una Hora Santa para quienes lo deseaban. Desvelé mi Hora de Agonía del Getsemaní para otorgarte un gran premio; porque no hay acto de confianza mayor entre amigos que el de desvelar al amigo el propio dolor. Ni la risa ni el beso son la prueba suprema del amor, sino el llanto y el dolor comunicados al amigo. Tú, amiga mía, lo has conocido. Porque estuviste en el Getsemaní. Ahora estás en la Cruz y pruebas penas de muerte. Apóyate en tu Señor mientras que Él te da una Hora de preparación para la muerte”.

I.

“Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz”.

No es una de las siete Palabras de la Cruz, pero es ya palabra de pasión. Es el primer acto de la Pasión que se inicia. Es la preparación necesaria para las demás fases del holocausto. Es invocación al Dador de la vida, resignación, humildad y oración en la que se trenzan, ennobleciéndose la carne y perfeccionándose el alma, la voluntad del espíritu y la flaqueza de la criatura a la que repugna la muerte.
“¡Padre…!”. ¡Oh!, es la hora en la que el mundo desaparece para los sentidos y para la mente, mientras que se acerca a la velocidad de un meteoro el pensamiento sobre la otra vida, sobre lo desconocido, sobre el juicio. El hombre, siempre un infante aunque sea centenario, es como un niño asustado que se ha quedado solo y busca el seno de Dios.
Marido, mujer, hermanos, hijos, padres, amigos… Lo eran todo mientras que la vida estaba lejos de la muerte, mientras que la muerte era tan sólo un pensamiento oculto entre tinieblas lejanas. Pero ahora que la muerte sale de entre los velos y avanza, se invierte la situación, y son los padres, los hijos, los amigos, los hermanos, el marido y la mujer quienes pierden sus rasgos definidos, su valor afectivo, empañándose ante el avance de la muerte. Como voces que se van debilitando con la distancia, las cosas de la tierra van perdiendo vigor a la vez que lo adquiere lo del más allá, aquello que hasta ayer parecía tan lejano… Y un movimiento de miedo se apodera de la criatura.
Si no fuese penosa y temerosa, la muerte no sería el extremo castigo y el medio extremo de expiación concedido al hombre. Hasta que no existió la Culpa, la muerte no fue tal sino dormición. Y donde no hubo culpa tampoco hubo muerte, como ocurrió con María Santísima.
Yo morí porque sobre Mí gravitaba todo el Pecado, y conocí el horror de morir.
“¡Padre!”. ¡Oh!, este Dios tantas veces no amado o amado en último lugar, después de que el corazón amó a parientes y amigos, de que tuvo otros amores indignos con criaturas viciosas o amó las cosas como a dioses, este Dios tan frecuentemente olvidado, que permitió que se le olvidase, que nos dejó libres de olvidarle, que dejó hacer, que a veces fue escarnecido, otras maldecido, otras negado, he aquí que vuelve a surgir en la mente del hombre recobrando sus derechos. Brama: “¡Yo soy!” y para no hacernos morir de espanto con la revelación de su poder, mitiga ese potente “Yo soy” con una palabra suave: “Padre”.
“Yo soy tu Padre”. Y ya no es terror, sino abandono en Él, el sentimiento que despierta esta palabra.
Yo, Yo que debía morir y comprendía lo que es morir después de haber enseñado a los hombres a vivir llamando “Padre” al Altísimo Yahveh, os enseñé a morir sin terror llamando “Padre” al Dios que vuelve a surgir entre los espasmos de la agonía o se hace más presente al espíritu del moribundo.
“¡Padre!”. ¡No temáis! ¡Vosotros que morís, no temáis a este Dios que es Padre! No se presenta justiciero, provisto de registros y de hachas, ni cínico arrancándoos de la vida y de los afectos, sino que viene con los brazos abiertos diciendo: “Torna a tu morada. Ven al descanso. Yo te compensaré con abundancia por cuanto dejas aquí. Y, te lo juro, en mi seno harás mucho más a favor de los que dejas aquí que no permaneciendo aquí abajo en lucha afanosa y no siempre remunerada”.
Pero la muerte siempre es dolor. Dolor por el sufrimiento físico, dolor por el sufrimiento moral, dolor por el sufrimiento espiritual. Debe ser dolor, lo repito, si ha de ser el medio para la última expiación en el tiempo. Y en un fluctuar de nieblas, que ocultan y descubren, alternándose, lo que en la vida se amó, y lo que nos hace temer el más allá, el alma, la mente, el corazón, como nave atrapada en una gran tempestad, pasan –de zonas tranquilas que gozan ya de la paz del inminente puerto, ya cercano, visible y tan sereno que comunica una quietud beatífica y una sensación de reposo semejante al de quien, a punto de dar por concluido un esfuerzo, pregusta el gozo del próximo descanso– pasan a zonas en las que la tempestad les sacude, les azota y les hace sufrir; aterrarse y gemir. Es de nuevo el mundo, el afanoso mundo con todos sus tentáculos: familia, negocios; es la angustia de la agonía, es el pavor del último paso… ¿Y después? ¿Y después…? La tiniebla asalta, sofoca la luz, silba sus terrores… ¿Dónde está ya el Cielo? ¿Por qué morir? ¿Por qué tener que morir? Y el grito borbotea ya en la garganta: “¡No quiero morir!”.
No, hermanos míos que morís porque justo, santo es el morir al ser la voluntad de Dios. No. ¡No gritéis así! Ese grito no viene de vuestra alma. Es el Adversario que sugestiona vuestra debilidad haciéndooslo proferir. Transformad el grito rebelde y vil en un grito de amor y de confianza: “Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz”. Como el arco iris tras el temporal, es entonces cuando ese grito hace tornar la luz, la calma. De nuevo veis el Cielo, las razones santas del morir y su premio que es retornar al Padre, y entonces comprendéis que también el espíritu, o mejor dicho, que el espíritu tiene derechos superiores a los de la carne porque él es eterno y de naturaleza sobrenatural y, por eso, goza de preeminencia sobre la carne, y entonces pronunciáis la palabra que os absuelve de todos vuestros pecados de rebelión: “pero no se haga mi voluntad sino la tuya”.
Aquí está la paz, aquí la victoria. El ángel de Dios os ciñe y os conforta porque ganasteis la batalla preparatoria para hacer de la muerte un triunfo.

II.

“¡Padre, perdónales!”.

Es el momento de despojarse de todo cuanto supone peso para volar con mayor seguridad a Dios. No podéis llevar con vosotros afectos ni riquezas que no sean espirituales y buenas. Y no hay hombre que muera sin tener algo que perdonar a alguno o a muchos de sus semejantes en muchas cosas y por múltiples motivos.
¿Qué hombre hay que llegue a morir sin haber sufrido el amargor de una traición, de un desamor, de un engaño, de un abuso o de otro daño cualquiera de parte de parientes, consortes o amigos? Pues bien, es la hora de perdonar para ser perdonados. Perdonar completamente, dejando a un lado, no sólo el rencor y el recuerdo sino hasta la persuasión de que el motivo de nuestro rencor era justo. Es la hora de la muerte. El tiempo, el mundo, los negocios y los afectos terminan quedando reducidos a “nada”. Ya sólo existe una “verdad”: Dios. ¿Para qué, pues, llevar más allá de los umbrales lo que es de la parte de acá de los mismos?
Perdonar. Y, dado que llegar a la perfección del amor y del perdón –que consiste en no decir siquiera: “con todo yo tenía razón”– es muy difícil, demasiado difícil para el hombre, debe traspasar al Padre el encargo de perdonar por nosotros. Entregarle nuestro perdón a Él que no es hombre, que es perfecto, que es bueno, que es Padre, para que Él lo depure con su Fuego y se lo dé, una vez perfeccionado, a quien merezca el perdón.
Perdonar, a los vivos y a los muertos. Sí. También a los muertos que nos causaron dolor. La muerte limó muchas aristas al disgusto de los ofendidos, a veces las quitó todas. Pero, aún perdura el recuerdo. Hicieron sufrir y se recuerda que hicieron sufrir. Este recuerdo pone siempre un límite a nuestro perdón. No. Ya no más. Ahora la muerte está a punto de quitar todo límite al espíritu. Se penetra en el infinito. Hay que eliminar, por tanto, hasta este recuerdo que pone límites al perdón. Perdonar, perdonar para que el alma no tenga sobre sí el peso y el tormento de los recuerdos y pueda estar en paz con todos los hermanos vivos o penantes, antes de encontrarse con el Pacífico.
“¡Padre, perdónales!”. Santa humildad, dulce amor del perdón otorgado, que sobreentiende el perdón que se pide a Dios por las ofensas para con Él y para con el prójimo, que tiene todo aquel que pide perdón para los hermanos. Acto de amor. Morir en un acto de amor es ganar la indulgencia del amor. Bienaventurados los que saben perdonar en expiación de todas sus durezas de corazón y de las culpas de la ira.

III.

“He aquí a tu hijo”.

¡He aquí a tu hijo! Hacer cesión de lo que nos es querido con previsor y santo pensamiento; abandonar los afectos y abandonarse a Dios sin resistencia. No envidiar al que posee lo que dejamos. Con esa frase podéis confiar a Dios todo lo que más os interesa y que abandonáis, y todo lo que os angustia, y hasta vuestro propio espíritu.
Recordar al Padre que es Padre. Ponerle en las manos el espíritu que torna a su Fuente. Decirle: “Heme aquí. Aquí estoy. Tómame contigo porque me dono a Ti. No cedo forzado por las circunstancias. Me dono porque te amo como hijo que torna a su padre”.
Y decirle: “He aquí. Éstos son mis seres queridos; te los entrego. Éstos son mis negocios que alguna vez me hicieron ser injusto, envidioso del prójimo, y que hicieron que me olvidase de Ti porque me parecían –lo eran ciertamente, si bien yo los tenía por más de lo que eran– me parecían de capital importancia para el bienestar de los míos, para mi honor y por el aprecio que me proporcionaban. Creí también que sólo yo fuese capaz de administrarlos. Me creí necesario para llevarlos a cabo. Ahora veo… que eran tan sólo una pieza insignificante en el perfecto engranaje de tu Providencia, y muchas veces, un mecanismo imperfecto que descomponía el trabajo del organismo perfecto. Ahora que las luces y las voces del mundo cesan y todo se va alejando, veo… siento… ¡qué insuficientes, deterioradas e incompletas eran mis obras! ¡cómo desentonaban con el Bien! Presumí de ser ‘alguien’. Tú eras quien –previsor, providente y santo– corregías mis trabajos y los hacías útiles. Presumí. Alguna vez incluso dije que no me amabas porque no me acompañaba el éxito en lo que emprendía, como a aquellos a los que yo envidiaba. Ahora lo veo. ¡Ten compasión de mí!”.
Humilde abandono, pensamiento agradecido de la Providencia como reparación de vuestras presunciones, avideces, envidias y sustituciones de Dios con pobres cosas humanas y con gula de toda suerte de riqueza.

IV.

“Acuérdate de mí”.

Habéis aceptado el cáliz de la muerte, habéis perdonado y cedido lo que era vuestro, incluso hasta a vosotros mismos. Habéis mortificado mucho el yo humano y liberado al alma de lo que desagrada a Dios: del espíritu de rebeldía, del espíritu de rencor y de codicia. Habéis cedido al Señor la vida, la justicia, la propiedad, la pobre vida, la más pobre justicia y las tres veces pobres propiedades humanas. Nuevos Jobs, os encontráis desfallecidos y despojados ante Dios. Entonces podéis decir: “Acuérdate de mí”.
Ya no sois nada. Ni salud, ni arrogancia, ni riqueza. No sois dueños ni de vosotros mismos. Sois oruga con posibilidad de convertiros en mariposa o de pudriros en la cárcel del cuerpo causando una postrer herida a vuestro espíritu. Sois fango que torna al fango o fango que se transforma en estrella según prefiráis descender en la cloaca del Adversario o ascender en el vórtice de Dios. La última hora decide la vida eterna. Recordáoslo. Y gritad: “¡Acuérdate de mí!”
Dios aguarda aquel grito del pobre Job para colmarle de bienes en su Reino. Para un Padre es dulce perdonar, intervenir y consolar. En cuanto que escucha este grito, os dice: “Hijo, estoy contigo. No temas”. Pronunciad esta palabra a fin de reparar las veces que os olvidasteis del Padre o fuisteis soberbios.

V.

“Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”

A veces parece que Dios abandona. Pero sólo se ha escondido para que aumente la expiación y conceder así mayor perdón. ¿Puede el hombre lamentarse de ello con ira cuando él abandonó infinitas veces a Dios? Y ¿debe desesperarse porque Dios le pruebe?
¡Cuántas cosas pusisteis en vuestro corazón que no eran Dios! ¡Cuántas veces fuisteis indolentes con Él! Con cuántas cosas le rechazasteis y echasteis de vosotros! Llenasteis vuestro corazón de todo y después lo cerrasteis echándole el cerrojo porque temíais que Dios, si entraba, pudiera turbar vuestro quietismo indolente y purificar su templo echando de él a los usurpadores. ¿Qué os importaba de Dios mientras fuisteis felices? Os decíais: “Tengo ya de todo porque me lo he ganado”. Y cuando no fuisteis felices ¿acaso no huisteis de Dios culpándole de vuestro mal?
¡Oh! hijos injustos que bebéis el veneno, que os introducís en los laberintos, que os arrojáis a los precipicios, a las guaridas de las serpientes y otras fieras y después decís: “Dios tiene la culpa”. Si Dios no fuese Padre y Padre santo, ¿qué habría de responder a vuestro lamento de las horas dolorosas cuando en las horas felices os olvidasteis de Él? ¡Oh! hijos injustos que, llenos de culpas como estáis, pretendéis ser tratados como no lo fue el Hijo de Dios en la hora del holocausto. Decid, ¿quién estuvo más abandonado? ¿No fue acaso Cristo, el Inocente, quien para salvar aceptó el abandono total de Dios tras haberle amado activamente siempre? ¿No lleváis acaso vosotros el nombre de “cristianos”? Y ¿no tenéis el deber de salvaros siquiera a vosotros mismos? En la turbia desidia, que se complace en sí misma y teme las molestias de acoger al Activo, no hay salvación.
Imitad pues a Cristo, lanzando este grito en el momento de mayor angustia. Pero haced que la nota del grito sea nota de mansedumbre y de humildad, no un tono de blasfemia ni de reproche. “¿Por qué me has abandonado Tú que sabes que sin Ti nada puedo? Ven Padre, ven a salvarme, a infundirme fortaleza para salvarme a mí mismo, porque son horribles las apreturas de la muerte y el Adversario acrecienta ingeniosamente su poder susurrándome que Tú ya no me amas. Déjate oír, Padre, no por mis méritos, sino precisamente porque soy una nada sin valor alguno que no sabe vencer si está sólo, y que ahora comprende que la vida era trabajo para ir al Cielo”.
Está dicho: ¡Ay de los que se encuentran solos! ¡Ay de quien está sólo en la hora de la muerte, solo consigo mismo contra Satanás y contra la carne! Pero no temáis. Si llamáis al Padre, Él acudirá. Y este humilde invocarlo expiará vuestras culpables torpezas para con Dios, vuestra falsa piedad y los desordenados amores del yo que os hacen indolentes.

VI.

“Tengo sed”.

Sí, verdaderamente, cuando se ha entendido el verdadero valor de la vida eterna respecto del falso metal de la vida terrena, cuando se ha aceptado como santa obediencia la purificación del dolor y de la muerte, cuando en pocas horas, o en pocos minutos tal vez, se ha crecido en sabiduría y en gracia ante Dios más de cuanto se hubiera crecido en muchos años de vida, viene una sed profunda de aguas celestiales, de cosas celestiales. Están vencidas las lujurias de toda la sed humana, pero viene la sed sobrenatural de poseer a Dios. La sed del amor. El alma aspira a beber el amor y a ser absorbida por él. Como el agua de lluvia que cae al suelo y no quiere convertirse en fango sino tornar a ser nube, así ahora el alma tiene sed de subir al lugar del que descendió. A punto de quedar rotos los muros carnales, la prisionera percibe ya las auras del Lugar de origen y lo anhela con todo su ser.
¿Cuál es el peregrino exhausto que, viendo ya próximo, tras largos años, el lugar nativo, no concentra todas sus fuerzas y prosigue veloz, tenaz, despreocupado de todo lo que no sea llegar al sitio del que un día partió dejando en él su verdadero bien que ahora está seguro de recobrar y de gustar mucho más, dada la experiencia que tiene del pobre bien que no sacia y que encontró en el lugar del exilio?
“Tengo sed”. Sed de Ti, mi Dios. Sed de tenerte. Sed de poseerte. Sed de darte. Porque en los umbrales entre la Tierra y el Cielo se sabe ya entender, como se debe, el amor al prójimo, y viene un deseo de actuar para dar a Dios al prójimo que dejamos. Es la santa laboriosidad de los santos que, cual granos muertos convertidos en espiga, se desbordan en amor para proporcionar amor y hacer que ame a Dios aquel que aún está debatiéndose en las luchas de la Tierra.
“Tengo sed”. Una vez llegada el alma a los umbrales de la Vida, no hay más que un agua que sacie: el Agua viva, Dios mismo. El Amor verdadero: Dios mismo. Amor contrapuesto al egoísmo.
El egoísmo murió en los justos antes que la carne y el que reina en ellos es el amor que grita: “Tengo sed de Ti y de almas. Salvar. Amar. Morir para gozar de la libertad de amar y de salvar. Morir para nacer. Dejar para poseer. Rechazar toda dulzura, todo consuelo, porque todo lo de aquí abajo es vanidad y lo que el alma tan sólo quiere es anegarse en el río, en el océano de la Divinidad, beber de Ella, estar en Ella sin tener más sed, al acogerle la Fuente del Agua de la Vida”. Hay que tener esta sed en reparación del desamor y de la lujuria.

VII.

“Todo está cumplido”.

Todas las renuncias, todos los sufrimientos, todas las pruebas, las luchas, las victorias, las ofrendas: todo. Ya sólo resta presentarse ante Dios. Concluyó el tiempo concedido a la criatura para llegar a ser un dios, lo mismo que el concedido a Satanás para tentarla. Cesa el dolor, cesa la prueba, cesa la lucha. Quedan únicamente el juicio y la amorosa purificación, o llega de inmediato la bienaventurada morada del Cielo. Cuanto es Tierra y voluntad humana llegó a su fin. ¡Todo está cumplido! Ésta es la palabra de la completa resignación o del gozoso reconocimiento de haber terminado la prueba y consumado el holocausto.
No me refiero aquí a los que mueren en pecado mortal, quienes no dicen: “todo está cumplido”, sino que, con un grito de victoria y un llanto de dolor, lo dicen por ellos el ángel de las tinieblas, victorioso y el ángel de la guarda, vencido.
Me refiero a los pecadores arrepentidos, a los buenos cristianos o a los héroes de la virtud. Éstos, cada vez más vivos en su espíritu al tiempo que la muerte se apodera de la carne, murmuran o gritan, resignados o gozosos: “Todo está consumado. El sacrificio ha terminado. ¡Tómalo como expiación mía! ¡Tómalo como mi ofrenda de amor!” Así dicen los espíritus con la penúltima palabra, según sea que sufran la muerte por ley común o, como almas víctimas, la ofrezcan en voluntario sacrificio.
Pero tanto unas como otras, una vez llegadas a la liberación de la materia, reclinan su espíritu en el seno de Dios diciendo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.

“María, ¿sabes lo que supone expirar con esta elevación hecha viva en el corazón? Es expirar en el beso de Dios. Hay muchas preparaciones para la muerte. Mas, créeme, ésta, basada en mis palabras, es, dentro de su sencillez, la más santa de todas”.

Ultima espía de amor

 

Jesús le dice a Luisa Picarreta

35-40 Marzo 22, 1938

La última espía de amor en el punto de la muerte.

(7) Ahora hija mía, hasta en tanto que no comienza la culpa en la criatura, todo es Voluntad mía, y en cuanto comienza la culpa, así comienzan las lágrimas, los dolores de esta Madre Celestial.  ¡Oh, cómo llora por su hijo!  Pero no lo deja, su amor la ata a vivir en aquella criatura para darle vida, y si bien se siente como sofocar su Vida Divina, la cual ni siquiera es conocida ni amada, su amor es tanto que sigue su Vida, aunque la ofendiese, para darle una sorpresa de amor para salvar a su hijo. Nuestra bondad, nuestro amor es tanto, que intentamos todos los caminos, usamos todos los medios para arrancarlo del pecado, para ponerlo a salvo, y si no lo logramos en vida, le hacemos la última sorpresa de amor en el punto mismo de la muerte.  Tú debes saber que en aquel punto es la última espía de amor que hacemos a la criatura, la circundamos de gracias, de luz, de bondad; ponemos tales ternuras de amor, de ablandar y vencer los corazones más duros, y cuando la criatura se encuentra entre la vida y la muerte, entre el tiempo que termina y la eternidad que está por comenzar, casi en el acto en el que el alma está por salir del cuerpo, Yo, tu Jesús, me hago ver con una amabilidad que rapta, con una dulzura que encadena y endulza las amarguras de la vida, especialmente las de aquel punto extremo; después la miro, pero con tanto amor de arrancarle un acto de dolor, un acto de amor, una adhesión a mi Voluntad. Ahora, en aquel punto de desengaño, al ver, al tocar con la mano cuánto la hemos amado y la amamos, sienten tal dolor que se arrepienten de no habernos amado, y reconocen nuestra Voluntad como principio y cumplimiento de su vida, y como satisfacción aceptan la muerte, para cumplir un acto de nuestra Voluntad.Porque tú debes saber que si la criatura no hiciera ni siquiera un acto de Voluntad de Dios, las puertas del Cielo no son abiertas, ni es reconocida como heredera de la patria celestial, ni los ángeles ni los santos la pueden admitir entre ellos, ni ella quisiera entrar, porque conocería que no le pertenece. Por eso, sin nuestra Voluntad no hay ni santidad verdadera ni salvación, y cuántos son salvados en virtud de esta nuestra última espía toda de amor, excepto los más perversos y obstinados, si bien les convendrá hacer una larga etapa de purgatorio. Por eso el punto de la muerte es nuestra pesca diaria, el reencuentro del hombre extraviado”.

(8)Después ha agregado:  “Hija mía, el punto de la muerte es la hora del desengaño, y todas las cosas se presentan en aquel punto, la una después de la otra, para decirle:  ‘Adiós, la tierra para ti ha terminado, comienza la eternidad’. Sucede para la criatura como cuando se encuentra encerrada en una habitación y le es dicho que detrás de esta habitación hay otra, en la cual está Dios, el paraíso, el purgatorio, el infierno, en suma, la eternidad, pero ella nada ve, escucha que otros se lo aseguran, pero como aquellos que lo dicen tampoco lo ven, lo dicen de tal manera que casi no se hacen creer, no dando una gran importancia para hacer creer con realidad, con certeza, lo que dicen con las palabras, pero un buen día caen los muros y ve con sus propios ojos lo que antes le decían, ve a su Padre Dios que con tanto amor la ha amado, ve uno por uno los beneficios que le ha hecho, ve cómo están lesionados todos los derechos de amor que le debía, ve cómo su vida era de Dios, no suya, todo se le pone delante:  Eternidad, paraíso, purgatorio, infierno; la tierra le huye, los placeres le voltean la espalda, todo desaparece, y solamente queda presente lo que está en aquella estancia de la cual han caído los muros, lo cual es la eternidad.  ¡Qué cambio sucede para la pobre criatura! Mi bondad es tanta por querer a todos salvados, que permito que estos muros caigan cuando las criaturas se encuentran entre la vida y la muerte, entre el salir el alma del cuerpo para entrar en la eternidad, a fin de que al menos hagan un acto de dolor y de amor, y reconozcan a mi Voluntad adorable sobre de ellas.  Puedo decir que les doy una hora de verdad para ponerlas a salvo.  ¡Oh, si todos supieran mis industrias de amor que hago en el último punto de la vida, a fin de que no huyan de mis manos más que paternas, no esperarían llegar a  aquel punto, sino que me amarían por toda la vida!”

9-36 Julio 4, 1910

La agonía del huerto fue en modo especial para ayuda de los moribundos, la agonía de la cruz fue para ayuda del último punto, propiamente para el último respiro.

Continuando mi habitual estado lleno de privaciones y de amargura, estaba pensando en la agonía de Nuestro Señor, y entonces Él me dijo:

Hija mía, quise sufrir en modo especial la agonía del huerto para dar ayuda a todos los moribundos para bien morir. Mira bien cómo se combina mi agonía con la agonía de los cristianos: Tedios, tristezas, angustias, sudor de sangre; sentía la muerte de todos y de cada uno como si realmente muriese por cada uno en particular, por lo tanto sentía en Mí los tedios, las tristezas, las angustias de cada uno, y con esto daba a todos ayuda, consuelo, esperanza, para hacer que como Yo sentía sus muertes en Mí, así ellos pudieran tener la gracia de morir todos en Mí, como dentro de un solo aliento, con mi aliento, y  súbito beatificarlos con mi Divinidad.

Si la agonía del huerto fue en modo especial para los moribundos, la agonía de la cruz fue para ayuda del último momento, especialmente para el último respiro. Ambas son

agonías, pero una distinta de la otra: La agonía del huerto llena de tristezas, de temores, de afanes, de espantos; la agonía de la cruz, llena de paz, de calma imperturbable, y si grité tengo sed, era sed insaciable de que todos pudieran expirar en mi último respiro; y viendo que muchos se salían de mi último respiro, por el dolor grité tengo sed, y este tengo sed lo continúo gritando a todos y a cada uno, como timbre a la puerta de cada corazón: “Tengo sed de ti, oh alma. Ah, no salgas de Mí, sino entra en Mí y expira Conmigo”. Así que son seis horas de mi Pasión que di a los hombres para bien morir, las tres del huerto fueron para ayuda de la agonía, las tres de la cruz para ayuda en el último suspiro de la muerte. Después de esto, ¿quién no debe mirar sonriente a la muerte? Mucho más para quien me ama, para quien busca sacrificarse sobre mi misma cruz. Mira cómo es bella la muerte y cómo hace cambiar las cosas, en vida fui despreciado, los mismos milagros no hicieron los efectos de mi muerte; aún sobre la cruz hubo insultos, pero en cuanto expiré, la muerte tuvo la fuerza de cambiar las cosas, todos se golpeaban el pecho confesándome por verdadero Hijo de Dios, mis mismos discípulos tomaron valor, y aun aquellos ocultos se hicieron atrevidos y pidieron mi cuerpo dándome honorable sepultura; Cielo y tierra a plena voz me confesaron Hijo de Dios. La muerte es una cosa grande, sublime; y esto sucede también para mis mismos hijos, en vida despreciados, pisoteados, aquellas mismas virtudes que como luz deberían brillar entre quienes los rodeaban, quedan medio veladas, sus heroísmos en el sufrir, sus abnegaciones, su celo por las almas, arrojan claridad y dudas en los presentes, y Yo mismo permito estos velos para conservar con más seguridad la virtud de mis amados hijos. Pero apenas mueren, estos velos, no siendo más necesarios, Yo los retiro y las dudas se hacen certezas, la luz se hace clara, y esta luz hace apreciar su heroísmo, se hace entonces aprecio de todo, aun de las cosas más pequeñas, así que lo que no se puede hacer en vida, lo suple la muerte, y esto es para lo que sucede acá abajo; y por lo que sucede allá arriba es propiamente sorprenderte y envidiable a todos los mortales”.

 

20-28 Noviembre 21, 1926

Ternura de Jesús en el punto de la muerte.  

(1) Me sentía toda afligida por la muerte de improviso de una hermana mía, el temor de que mi amable Jesús no la tuviese Consigo me desgarraba el ánimo y al venir mi sumo Bien Jesús le he dicho mi pena, y Él todo bondad me ha dicho:

(2) “Hija mía, no temas, ¿no está acaso mi Voluntad que suple a todo, a los mismos Sacramentos y a todas las ayudas que se pueden dar a una pobre moribunda?  Mucho más cuando no está la voluntad de la persona de no querer recibir los Sacramentos y todas las ayudas de la Iglesia, que como madre da en aquel punto extremo. Debes saber que mi Querer al arrebatarla de la tierra de improviso me la ha hecho circundar por la ternura de mi Humanidad, mi corazón humano y divino ha puesto en campo de acción mis fibras más tiernas, de modo que sus defectos, sus debilidades, sus pasiones, han sido miradas y pesadas con tal fineza de ternura infinita y divina, y cuando Yo pongo en campo mi ternura no puedo hacer menos que tener compasión y dejarla pasar a buen puerto, como triunfo de la ternura de tu Jesús.  Y además, ¿no sabes tú que donde faltan las ayudas humanas abundan las ayudas divinas?  Tú temes porque no había nadie a su alrededor y si quiso ayuda no tuvo a quien pedirla.  ¡Ah, hija mía, en aquel punto las ayudas humanas cesan, no tienen ni valor ni efecto, porque el alma entra en el acto único y primero con su Creador, y en este acto primero a ninguno le es dado entrar, y además, a quien no es un perverso, la muerte repentina sirve para no hacer poner en campo la acción diabólica, sus tentaciones, los temores que con tanto arte arroja en los moribundos, porque se los siente arrebatar sin poderlos tentar ni seguir, por eso lo que se cree desgracia por los hombres, muchas veces es más que gracia”.

 

Cristina

Vivir en la Divina Voluntad es poseer al mismo Dios, su Vida -que son sus actos los cuales esconden sus atributos- y por lo tanto, es vivir la misma Vida Divina. Se dice pronto.... pero para esto nos creó el Creador. Bendito sea su Nombre: YO SOY. El es un eterno presente y todo lo que hay hecho está en acto de hacerse para tomarlo en cualquier momento.